Señor, ésta es la Alameda
de los Descalzos; obsérvala;
antaño, en la Lima de oro,
fue una real joya, una perla.
Entonces, qué maravilla…
Reinaban tras de las verjas
los fresnos y los magnolios,
las rosas y las violetas.
Sobre las blancas estatuas
se alzaba la luna llena.
En los sombríos ramajes
florecían las estrellas.
¡Qué noches aquellas noches!
Llegaban en sus calesas
damitas y señoritos
a pasear por la Alameda.
Las capas y capacitas,
las sayas y mantelitas…
Sobre ellas se dibujaban
cabezas finas y excelsas.
Grandes faroles de gas
iluminaban apenas.
Algo de ensueño y misterio,
algo de magia y leyenda.
Erase un culto al amor
por las sombrías veredas.
Se percibían suspiros
entre un murmullo de sedas.
Silenciosos, como sombras,
discurrían los poetas
tras las gráciles figuras
de fugaces damiselas.
Sobre caballos albeantes,
luciendo aires de epopeya,
venían por los trasmuros
toreros de toda capa.
Como tronchados crepúsculos
descansaban en las cestas
los lirios y los jacintos,
las elfas y las diamelas.
Dulce refugio de ensueños
era, señor, la Alameda;
qué sortilegios tenía
entre las nieblas envuelta,.
El cerrito San Cristóbal
la contemplaba de cerca.
Era que estaba a sus plantas
una linda cenicienta.
Señor, se lo digo yo;
de primores, la primera;
de gracias, la soberana;
de beldades, la más bella.
La creó un virrey galante
y una mujer fue la reina.
Él le dio su amor por alma,
y ella, su gracia limeña.
Créame, que no le miento.
Fue tan regia esta Alameda,
un edén muy pequeñito
que Dios puso en esta tierra.
Hoy nada de lo que fue…
Ni la aroman las violetas,
ni las magnolias florecen,
ni rosas hay, ni godesias.
Para que le cuento yo.
La va matando la pena
y están sus blancas estatuas
vestidas de polvareda.
Dolor me cuesta decirlo:
ya no hay rosal que florezca.
Bajo el hacha de la muerte,
muere la vieja Alameda.