Reúno en mi cantar mis añoranzas.
Las tallo apasionadamente
y logro, poco a poco,
cierto retablo de oro fabuloso.
Para mí sólo cuenta su valor.
Cada añoranza tiene infusos
colores vagos, tenues, soñadores,
el meticuloso perfume de las rosas,
la resina del tronco vetusto y mal herido,
la fuga del arroyo entre las hierbas,
el humo azul saliendo del viejo caserío,
la voz del corderillo,
el épico relincho del caballo…
Amo mis añoranzas.
Tienen forma y color de madre humilde,
mirada estrábica de niño soñador,
violeta clerical de ojos bovinos,
sabor de pan, de leche…
sabor de pan moreno y de leche malteada,
sabor de pan moreno, frágil y crocante,
y de leche malteada, nívea y auroral.
Amo mis añoranzas
con su corral ruidoso de gallinas,
y los gallos vestidos
de atuendo señorial, muy español, españolísimo;
los asnos laboriosos del alba hasta el crepúsculo;
la mancha de palomas sobre el tejado malva,
las tórtolas sonando
su cascabel de plata;
el sapo en su escondrijo pequeñito,
contribuyendo, en la rapsodia agreste,
con su áspero croar de animal repugnante.
Amo mis añoranzas
con su estepa dorada de trigales,
la trilla, los caballos, la era sepia,
la alcoba improvisada de pajar
donde una vez palpé la emoción vivísima
las copas virginales de una aldeana.
Oh, añoranzas de cielos vastísimos y límpidos,
de cerros sumergiéndose como alas
en la región añil del sueño y del encanto.
Oh, añoranza de verdes alcaceres,
de alfalfares, henares y maizales,
de moscardones raudos,
de picaflores áureos
y blancos roedores.