Con la sed de los ciegos y el clamor de los vientos.
yo en ti persigo el cuerpo que sueño en cada aurora.
Y nada más que el cuerpo que es sagrario y que es trono,
donde la vid es sangre y en que es fuego la sombra.
Ese altar en que dioses ocultos te celebran
ese bosque habitado de linces y de boas.
Venerable prisión donde a gusto se pierden
libertad y esperanza… Dulce prisión que es gloria.
La escultura, al copiar la magia de tus senos,.
quiebra sus armas y huye como un dios en derrota.
Oh, epitelios divinos extraídos de la entraña
del fuego y de la nieve, del clavel y la rosa.
Sinuosidades de ánforas, caminos del deseo
donde el pecado vierte vino y miel en tus copas…
Madréporas cautivas que tallara el delirio…
Dormidos huracanes, domesticadas olas…
Mujer, sólo te miro, callado te contemplo;
mis ojos no se cansan de recorrerte toda.
Jamás comprenderé la forma en que el misterio
de esas indefinibles maravillas te dota.
Hay de por medio acaso incorpóreos artífices
labrándote lo núbil de las pomas gloriosas.
Glorifico en tu cuerpo la creación suprema,
la más alta creación de Dios entre sus obras.
Tu cuerpo es un altar, ya lo dije otras veces,
un purísimo altar de camelias y rosas.
Un diáfano recinto que alberga ríos hondos
de muerte y de locura, de triunfos y derrotas.
Mansión en que mi amor ingresa a profanarte,
batalla en que mis águilas destrozan tus palomas.
Yo, el rey que te profano, resulto tu vasallo…
Siempre resultas tú, vencida, vencedora.