Acaricio tus cabellos y ya no pienso en el otoño.
A través de ti, tocando tu piel tersa y nacarada,
presiento el alba perfecta que Dios labora en el cielo.
Quiero asesinarte porque sé que eres inmortal
y que no han de morir tus rosas bajo mi hacha de verdugo.
¿A qué profundos océanos me arrastran tus ojos?
Si por blasfemo y pecador me han de llevar al patíbulo,
que haga de tus cabellos la soga para ahorcarme.
Siempre que te contemplo, me siento infinitamente ebrio.
Sé, y me entristezco de saberlo, que eres para mí
nada más que un instante, un instante de eternidad;
hoy en mis manos -¡y benditas sean por siempre mis manos!-
y mañana, qué se yo, rodando, como una forma divina,
por otros lechos, bajo otros brazos, entre otros otoños dulces,
reventando a los hombres de dicha, sangrándoles el alma,
y dejando sólo fuentes de lágrimas y cenizas…
¡Oh, tú, el misterio flotante sobre mi carne desnuda!
He escrito tanto, pero tú, el verso más perfecto,
no estás entre mis páginas. Quiero echarte una red encima.
¡Es imposible aprisionarte! ¡Las palabras son partículas!
La belleza es total. ¡Aprisionarte es imposible!
Quiero asesinarte. Ya no dudo de que eres inmortal.
Tu sangre, al brotar como un chorro crepuscular en mis manos,
me inundará de lirios y claveles. Un aroma infinito,
el aroma que los ángeles desprenden de sus pétalos,
(¿tienen pétalos?) recorrerá los caminos de mi locura.
¡Estás ahí? ¿Me oyes? La fascinación te ha hecho rígida.
Mis manos, al recorrerte, hambrienta, torpes, ridículas,
me enseñan que no hay, fuera de ti, nada más bello.
¡Oh, corpórea virginidad de mármol la que amo rendido!