Las vendedoras de flores
junto al Mercado se agolpan.
Han convertido en fragantes
jardines la calle toda.
Allí la zamba coqueta,
allí la pícara chola…
Y en torno de ellas las flores
con un relumbre de joyas.
¡Qué hermosa orgía de tintes¡
De esmeralda es la begonia,
de bermellón los claveles,
y de alabastro las rosas.
Esta es la consagración
de una alquimia misteriosa.
Toda la calle se extiende
bella como una alfombra.
No se sabe qué escoger:
si las hortensias redondas,
los lirios o los jacintos
o las divinas magnolias.
-¡Cabayero, venga uté-,
dice sonriendo una moza,
-ande, cómpreme un ramito
pa que le yeve a su novia!-
Más allá, guiñando el ojo
y con zalamera voz, otra:
-¡Las flores hablan al alma
lo que se caya en la boca!-
Saturado está el ambiente
de entreverados aromas.
¡Qué olores, Ave María!
¡Ay, qué dulzor de corolas!
Abigarrados esmaltes;
oro, marfil, terracota.
Ebriedades de la luz
sobre el telar de las sombras.
-¡Si es el santo de su niña,
qué mejor que las gladiolas,
tan frescas y repolludas,
tan mismita que la gloria!
-¡Lléveme usté crisantemas,
fíjese qué rechonchas;
tan suaves que son sus pétalos,
como plumita ´e paloma!
Con adorable malicia
ríen la zamba y la chola;
y tiemblan bajo sus blusas
no sé si lirios o rosas.
¡Qué fiesta la de esta calle
limeñísima y criolla
con sus morados tacones,
sus dogos y dalias rojas!
Es un romántico lienzo
donde la sangre se asocia
al oro, y el oro al índigo,
y el índigo al malvarrosa,
Brochazos de Pancho Fierro,
elucubraciones locas
de Bacaflor o Castillo
en ricas y extrañas formas.
-¡Deténgase, cabayero,
también usté, mi señora;
yeve un clavel en el pecho
y usté en la sien, niña hermosa!
Y en medio del florerío,
toda la gente se agolpa;
y las guapas mozas y mozos
retornan echando prosa.
Yo vengo todos los días
tras el clavel y la rosa.
¡Ay, qué rosa en las mejillas!
¡Ay, qué clavel en las bocas!