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En medio de una estrecha y pintoresca calle que mantiene su tradición, a pocas cuadras de la actual Plaza Cívica Constitución de Sicaya, se encuentra la casa en la cual nació Antenor Samaniego Samaniego el 30 de agosto de 1919. La vivienda – hecha de adobes- se resiste al tiempo, y aún conserva su original diseño: una placa en la puerta donde se consigna la dirección (Calle Real 1526), el pasadizo que lleva a un patio central, sus techos de tejas rojas a dos aguas, un cuarto que en su momento hizo las veces de tienda, el comedor, la cocina, donde destaca el horno y guarda restos de leña utilizada para preparar los alimentos.

Igualmente está la escalera que conducía al que fuera dormitorio de Antenor, hoy sostenido con una enorme viga. En el permanecen también los sueños, esperanzas, alegrías y tristeza de un pequeño que, con el tiempo, se convertiría en un gran hombre de letras, considerado Hijo Predilecto de su natal Sicaya, distrito ubicado en la provincia de Huancayo, capital del departamento de Junín.

La llegada de Antenor al hogar de los esposos Carlos Agustín Samaniego Maraví y Felicia Samaniego Cangalaya fue todo un acontecimiento familiar, pues no sólo era el primogénito, sino que además era varón, lo cual representaba una bendición, un buen augurio. Luego de él vendrían Celia, Hilda y Mery.

La educación del pequeño recayó principalmente en su madre, una mujer de empuje, muy trabajadora y rígida, de quien heredó su espiritualidad y amor a Dios. Su padre era policía y como tal solía ausentarse con frecuencia del hogar, por lo que la responsabilidad del cuidado de los hijos era de la esposa. Dicen que Antenor, desde muy niño fue incansable para la travesura. Su máximo sueño era volar como las aves. Un día, incluso, se hizo un par de alas de papel y se lanzó del techo de su casa. Por fortuna, su hermana Celia salió en su auxilio, colocando paja para amortiguar la caída.

En su novela «Lobos y no corderos», basada en su niñez y adolescencia, Antenor Samaniego narra que una vez encontró entre los cachivaches de su abuelo un libro amarillento, donde descubre a los ángeles. El llegó a creer que en verdad existían, y los buscaba entre las nubes, en las copas de los árboles, en los techos, en los cables de luz. Se obsesiona de tal manera con ellos que piensa que tal vez él también fue un ángel, pues tenía dos huesos sobresalientes en la espalda que podrían crecer más y convertirse en alas. Pasó muchos días y noches haciendo ejercicios para fortalecer sus piernas y poder impulsarse, moviendo los brazos en círculo, comiendo más de la cuenta para desarrollar sus alas, pero nada, hasta que un día, su madre descubre su tristeza y para tranquilizarlo le cuenta que los hombres originalmente tuvieron alas, pero que tentados por el demonio las perdieron. A partir de entonces se la pasó maldiciendo a los primeros padres, a Adán y Eva, por «imbéciles y traidores».

«Desde chiquito era juguetón y mandón, pero también muy trabajador. Tendría apenas doce años cuando se las ingeniaba para llevarnos a la chacra, donde teníamos maíz, habas, papas. Salíamos muy temprano. A veces le ayudábamos a separar los choclos, limpiar la mala hierba, las papas. Otras, nos obligaba a quedarnos en la choza cuidando la cosecha, mientras iba a traer los burros o bueyes para el arado. Nos decía que por ahí andaba una cabeza voladora y que si salíamos nos iba a llevar por desobedientes. Yo hacía un huequito entre la paja para mirar. Siempre nos metía miedo con sus cuentos. Yo hasta soñaba con el chipikuy, que repetía era un hombre que mataba a los niños. Me asustaba tanto que no quería ni ir al puquio por agua, pues en esas épocas no había agua potable. Mi hermano tenía una imaginación extraordinaria», refiere Hilda.

 Las primeras letras y juegos de infancia como el trompo, volar cometas, competencia de canicas, las aprendió Antenor en el colegio estatal Enrique Rosado de Sicaya, donde culmina la primaria. Su madre era la encargada de revisarle las tareas y siempre le repetía que debía estudiar mucho para llegar a ser alguien importante. Ya desde entonces era un buen alumno. Sobresalía por su extraordinaria memoria, así como por su capacidad de descripción. Con orgullo solía repetir que él descendía del héroe sicaíno Vicente Samaniego Vivas, quien junto con Enrique Rosado Zárate y Tomás Gutarra, es fusilado por el ejército chileno, en la Plaza Huamanmarca de Huancayo, el 22 de abril de 1882.

Además de los estudios y trabajar en los campos, Antenor tenía la obligación de sacar a pastar a los carneros, actividad que le permitía solazarse con la naturaleza, aspirar el perfume de las flores, distinguir las especies de aves, insectos. Era la oportunidad esperada para lanzarse a la aventura, escudriñar grutas, acequias, montar a caballo, tirarse sobre la paja para ver deslizarse las nubes y soñar con personajes imaginarios o en volar como los pájaros.

En «Lobos y no corderos», con un gran sentido del humor, recuerda una rutina que marcó algunos de sus días. «Por la tarde a bañarse en los claros remansos del Mantaro, pescar renacuajos en las acequias, meterse en los maizales y mascar huiros hasta el hartazgo, treparse a los árboles de guindo y ahitarse de los jugosos frutillos y acabar con la boca empurpurada y salir de noche al corral, víctima de incontenibles diarreas».

Su familia era muy católica. Tanto su madre como abuela le obligaban a ir a misa los domingos, -lo cual no le gustaba mucho- a los novenarios, acompañar en las procesiones con un cirio en la mano, danzar en las Pascuas convertido en gasnápito huamanguino, rezar el Ave María y Padrenuestros donde les sorprendía el Angelus.
Ya entonces escribía poesía. Amante del dulce y las golosinas, a escondidas ingresaba a la tienda donde su mamá guardaba los sacos de azúcar. Para no ser descubierto, compartía el botín con sus hermanas y guardaba parte de las bolsas de papel, donde hacía sus apuntes, escribía lo que le venía a la mente. Tal vez fue en esos momentos de inspiración que comenzó a dar vida a este poema dedicado a su terruño:

«Todas las mañanas, cual un pajarillo,
salta mi alma al campo,
se abre y se renueva:
recoge el aroma fresco de la gleba, del cielo el color,del témpano el brillo».

 O este otro que lleva el nombre de Sicaya:


«Como su sol, ninguno; como su cielo, nada.Yo supe allí del goce de ser libre y ser dueño de idilios como aromas de lluvia y de majada.Si pasas caminante,por el valle de que hablo, hártate de mirar el paisaje y que el sueño te dé un manto de estrellas al pie de algún establo».

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