Le llamaban el Kollota
porque un dedo le faltaba.
Era el Kollota un bandido,
de esos bandidos sin alma.
Su vida se hizo sin lumbre,
al abrigo de las jalcas,
en las altas soledades
donde residen las águilas.
Fue su oficio el abigeato,
su profesión la matanza.
Por gusto los policías
en el gastaron sus balas.
Del puma tuvo el coraje,
pero del zorro la maña.
Su cuerpo impuso respeto,
y miedo impuso su cara.
El fusil y la chaveta
que siempre lo acompañaban
causaron tantos destrozos
más que la propia terciana.
¡Qué bandidazo el Kollota
con su caballo flor de habas!
Se aparecía de pronto
para irse como un fantasma.
Nadie creyó que en su pecho
un corazón se albergaba.
Clavóse en su corazón
el puñal de una mirada.
La dueña de aquellos ojos
fue la hija del gran Curaca.
Qué lirios ni qué jazmines,
qué claveles ni qué malvas.
De chivillo eran sus trenzas,
su color color del laba,
sus andares de taruca,
y su voz agua de plata.
Raptóla el indio Kollota,
la llevó a las cimas altas;
y el amor –filtro maldito-
le adormeció las entrañas.
Una noche … Quince sombras
asaltaron su morada;
quince cuchillos enviaron
a los infiernos su alma.
Le cortaron la cabeza;
le enviaron a la comarca.
Tres días con sus tres noches
la exhibieron en la plaza.
Para los hambrientos cóndores
fue su cuerpo la carnaza.
Mataron así al Kollota
la traición y la venganza.
A la hija del gran Curaca
desvistiéronla en la plaza.
Barro y estiércol cubrieron
su desnudez deshonrada.
A una cercana laguna,
la llevaron amarrada;
y a media noche lanzáronla
hacia las fauces del agua.
De nuevo volvió la paz.
Reinó el alivio en las casas.
Nadie recuerda al Kollota
ni a la hija del gran curaca.