Mañanita. El cielo lava
sus penas de nube blanca.
¡Azul! ¡Azul! Brilla el cielo
regado todo de plata.
Se visten de terciopelos
- ocre y añil – las montañas.
La tierra, verde y florida,
es una dulce plegaria.
El río que corta el valle
reza oraciones sagradas.
Los sauces y los alisos
murmuran suaves palabras.
Bailando el rebaño borra
el verde mar de la alfalfa.
Mugiendo los toros hieren
el viento azul con sus astas.
Sobre las casas relumbran
las tejas color de malva.
Las muchachas aparecen
con las mejillas rosadas.
Desposa el vivirl rado
la tierra ubérrima y casta.
Rebullen entre los surcos
plumajes de grises alas.
Bajo sombreros alones,
rostros de torva mirada.
Tocuyos y cordellates
denuncian la faena diaria.
Muerden la hierba olorosa
los azadones y palas.
Y entre las glebas, rompiéndose
como cristales, el agua.
En el cielo y en el campo
la claridad es de nácar.
Si la dulzura es dulzura,
ésta es de miel y de caña.
Las campanas de la iglesia
dejan caer en las casas
como una lluvia de rosas
sus versículos de plata.
Viaja la abeja hacia el néctar.
La humilde flor se acicala.
Los mastuerzos en el viento
dejan correr sus fragancias.
El corazón en mi pecho
tórnase de niño y salta.
Es Dios que está en el paisaje.
Yo rezo con la mañana.