Escrito por Julio Galarreta González
Tu amical gentileza me ha brindado la feliz oportunidad de deleitarme con la lectura de tu poemario inédito, cuyo contenido ha confirmado la impresión que ya tenía de tu obra poética. Conocía, pues, tu poesía édita, leída una y otra vez con verdadera fruición: desde Cántaro, pasando por Yaraví, El País Inefable, Oración y Blasfemia, El Rumor de la Palabra Desgarrada, hasta Canciones Jubilares e Imágenes Florales. Por tanto, ocasión he tenido de conocer y apreciar tus innatas cualidades de poeta así como la versatilidad de temas y de estilos que se advierte en tu trayectoria de creador.
Al leer tu poemario, en mi intimidad regocijada he recordado un verso del magnífico poema de Mario Florián que aparece en la página liminar de un libro tuyo. Lo repito ahora porque expresa con exactitud lo que tu poesía sugiere. En rubeniano alejandrino, sugeridor y armonioso, Mario Florián decía: «Del peñón de tu pecho nace la poesía». Y esto es cierto, y muy cierto. La explicación de esta certidumbre la hallamos en estos versos tuyos:
«Al dar el corazón
doy un pedazo
de vida y vida dejo
en cada huella;»
Efectivamente, mi dilecto amigo, en cada poema tuyo se siente la pendulación vital, honda, efusiva, de tu corazón de hombre y de poeta: de hombre que vive en poesía y de poeta que vive de hombredad. Y es que tú, Antenor, naciste con destino de aeda y de bardo, de vate y de haravicu, mas no de cantor onanista y genuflexo, proclive a loanzas y homilías. Por eso está en ti el poeta que se realiza plenariamente en función de su totalidad de hombre, es decir, de su hombredad entendida a la manera de aquel don Miguel de Unamuno: poeta cabal porque supo crear poesía desde su raíz de hombre, agonioso y vertical. Cuando esto ocurre –y es tu caso-, se escribe con la trémula palpitación de la sinceridad, sin el engolamiento presuntuoso de los liridas de salón o de capilla, ni el malabarismo acrobático, jactancioso, vocinglero, de los poetas de café y de bohemia, idólatras de lo foráneo, paramental y efímero.
Tanto los engolados como los malabaristas ignoran que la poesía auténtica suele darse en una expresión llana, sin ornamento, o bien artísticamente elaborada, pero con un contenido que emerge de la abismática y palpitante reconditez de una vivencia personal; puesto que, en definitiva, lo verdadero y perdurable de toda poesía depende la hondura y autenticidad de la vivencia poética. Fuera de ella, habrá elucubración intelectualoide de señoritingo, o evanescente alambicamiento de monje torturado, o virtuosismo colorinesco de prestidigitador de aldea, o algazara verbalista de arengador de plazuela, pero nunca, nunca habrá poesía. ¿Por qué? Porque la poesía es eclosión estética de la vida. ¿No es acaso, el fruto de una vivencia genésica, raigal, eviterna, la poesía de un Kalidasa, de una Alceo, de un Virgilio, de un Bécquer, de un Rilke, de un Whitman, de un Vallejo?
En la lírica gama de este poemario, encontramos motivos que van desde tus íntimas inquietudes hasta los aconteceres y las vivencias originados por tu mundo circundante y por los eternos enigmas de la vida y del universo. De acuerdo con las motivaciones, los poemas varían tanto en la estructura estrófica cuanto en el tono, en el ritmo y en el movimiento de su interna concepción. Es así como la monotonía está ausente, y, en cambio, la variedad temática y la diversidad métrica proyectan novedad y sugestión a las páginas del libro.
En tus poemas iníciales de cívica motivación, levantas –»con revolotear de cóndor»- tu estatura espiritual de hombre y de ciudadano. En ellos una resonancia irradiante perfila tu actitud de artista comprometido, no con lo episódico de la pugna gregaria, ni con apetencias disfrazadas de ideales, sino con el drama hondo, real, complejo, tremante, que envuelve y define el destino del pueblo, de la patria, de la humanidad. Esta vocación de civismo enhiesto viértese en versos armoniosos que se acompañan con la emotiva limpidez de la confidencia personal. De allí que, en tono de plática cotidiana, líricamente declares; «…soy un hombre que vive para el verso y no del verso». Ese hombre –en etopeya y en prosopografía- va surgiendo de los endecasílabos del primer poema para afirmarse en los siguientes, particularmente en Fines y Objetivos, El rostro de la patria y en la Balada del Guerrillero. En este poema de ritmo anafórico, has conseguido cincelar la más veraz y, al mismo tiempo, férvida, vibrante, consagratoria exaltación del guerrillero peruano:
«El guerrillero, no señor, no es monstruo,
no es sino un hombre apasionado y triste,
de rostro soñador, mirada extraña,
que sabe amar: como ama el pan el pobre,
como ama a su herramienta el operario
como ama el niño el lápiz y el cuaderno,
como la madre al hijo o el poeta
el verso que le fluye de la sangre».
La sutil fluencia del Rubén Darío del «verso azul y la canción profana» y la prístina emotividad de la mejor poesía romántica, discurren en fraterna simbiosis poética a través de algunas composiciones del Laberinto Alucinado, donde buscas descubrir el arcano de tu propia y personal creatividad. Entonces los versos afloran nutridos de emoción, alados de misterio, fluentes de armonía:
«Traigo la humana voz
-metal divino-;
la alzo del fondo
de mi propia entraña
y la abro como flor
en el camino.»
La angustia del creador que contempla cómo la insensibilidad de panurgos y pantagrueles agosta las floraciones del espíritu y devasta los ideales, los ensueños y las esperanzas en los predios azules de la inspiración, vierte su clamor y su protesta en la melancolía lancinante de estos versos:
«Alguien entró y segó mis rosas de oro,
dio contra el muro el arpa;
entre sus manos,
las uvas y el panal…
todo lo estrujó».
El amor, como esencial elemento de la vida, una y otra vez aparece, vívido, fúlgido, pertinaz, presentando, en esencias y matices, la multiplicidad fascinante de su proteica naturaleza y de su taumatúrgico destino. Unas veces, surgiendo de las fontanas ontológicas y metafísicas, se manifiesta como el sentimiento sublimante que ilumina la existencia:
«Por el amor
soy rayo luminoso.
Por el amor
recorro mi existencia.
Y, si muerto de amor,
muero gozoso».
Otras veces, consustanciándose con la proclividad sensual de la humana naturaleza, expresa el ardor tremulante de las horas intensas, de los placeres adusivos, de los éxtasis gozosos:
«Amar es mi pecado. Siempre
quiero los cuerpos tersos,
las ardientes bocas…
Hay en mi ser profundo
un ventisquero que se abre
en llamaradas
tensas,
locas».
El sentimiento del terruño se une al sentimiento del hogar en la reminiscencia de los días eglógicos de tu mocedad, dando al poema un sabor entrañable de vernaculidad y de querencia:
«Y me gustaba madrugar
de veras;
ir al establo
justo en el ordeño
y saborear la leche
en las toleras,
y sentarme al fogón
cerca del leño».
Confirmando el aserto de Keyserling, quien dijera que lo telúrico influye poderosamente en la vida del hombre de América, en tu poesía advertimos la presencia vivificante de emoción terrígena y de panteísmo de oriundez americana. Una reviviscencia de la sentimentalidad del haravicu unida a la comprensión estética del paisaje, a la manera del Virgilio latino y del Garcilaso hispano, fraternizan líricamente en estrofas como ésta:
«El golpe de azafrán
de una campana
quiebra la paz en flor.
Nada se mueve.
Una tristeza mística
dimana de todo.
El alma, adentro,
se conmueve».
Y el ruralismo panteísta de la autóctona poesía de antaño, del aymoray, del urpi, del harawi, se vierte cantarino y alado, fusionando hombre y naturaleza, en este ritmo de dulzura columbina:
«Me encuentro parla y parla.
Al viento digo padre;
a la brisa, madre;
al sol, hermano;
y al río –lindo trovador- amigo…
Soy todo corazón,
soy hombre humano.
Las líneas precedentes no constituyen una crítica literaria, ni tienen la pretensión de tal. Son, como tú verás, Antenor, un amical comentario que desea, en abreviada forma, comunicarte la impresión que me ha causado la lectura de tus versos. Cuando tu libro, ya editado, llegue a las manos de los críticos, sabremos por ellos de las excelencias y de las limitaciones de tu actual creación poética; más de aquéllas que de éstas, sin duda.
Tu amigo y colega
Julio Galarreta González