Era Palma un señor
gracioso y parlanchín.
Había en su alma un mágico fulgor.
Sabía más diabluras que Arlequín.
El genio de los cuentos
y de los sabios dichos.
Urdía mil sabrosos argumentos
de exóticos matices y caprichos.
Un mago parecía
un trovador de antaño…
Todo lo transformaba en poesía.
Era el rey del color y del engaño.
Donde todo era vago,
impreciso e incoloro,
hallaba duendes, sílfides, endriagos…
Era el Alí Babá de un gran tesoro.
Sólo él ha sido el dueño
del mundo fabuloso
del mito, la leyenda, del ensueño,
la divina embriaguez y el dulce gozo.
Solares, alamedas,
cuando evocaba él,
vestíanse de luces y de sedas
de sones de laúd, quejas de miel…
Salieron de sus manos
Incas altivos, pallas
hieráticas y bravos castellanos
en busca de aventuras y batallas.
Al leer Las Tradiciones
se ingresa por la senda
de las más raras alucinaciones
donde Palma es el Rey de la Leyenda.
Y se halla en el trayecto,
por todos los confines
la ruin amante o el virrey abyecto,
tahúres, fornicarios, malandrines…
O de místicas siluetas
de Rosa, Fray Martín
y Mogrovejo … o pálidos poetas
venales con cerebros de aserrín.
Oídores, caballeros,
corsarios, truchimanes,
mendigos, cortesanos, pendencieros …
magnolias, rosas, ñorbos, tulipanes…
Un génesis sangriento
envuelto en nubes de oro.
Todo el Perú arrastrado por un viento
de gloria: quechuas, españoles, moros…
Palma tenía un don
muy raro de contar.
Tenía a flor de labio un aguijón
pero en el alma un rico colmenar.
Hay tintas en su prosa
de clásico y romántico;
pero él le dio la gracia salerosa
que existe en este lado del Atlántico.
Delicioso y perverso,
ágil, punzante, vivo.
Un dardo de diamante era su verso
y en su alma había un ruiseñor cautivo.
Luego de nos contar
cosas alucinantes,
se fue de este país, se fue a contar
al propio Dios sus cuentos hilarantes.
Sentado está a la diestra
de Lope y de Cervantes
y echa a puñados –para gloria nuestra-
palabras, como lluvia de diamantes.