Noviembre: Un cantar de gesta para Bruno Terreros

I
Viste el sayal eclesiástico.- Bruno Terreros se llama.
Como el Quijote es enteco.- De santo tiene la cara.
Un brillo intenso le sale – de la terrible mirada.
Circunda su tez de cobre – rizada y espesa barba.
Se le ve sobre un caballo – como un dios en la montaña.
Los vientos rudos le escoltan – y sus huestes son las águilas.
¿Es un loco? ¿Un visionario? – ¿Por qué colgó la sotana?
¿Qué le hizo dejar la Biblia? – ¿Qué le hizo empuñar la espada?
En su alma se han anidado – los gemidos de la Patria.
Los gritos de la masacre – jamás en su alma se callan.
El sigue viendo la horrible – carnicería en Chupaca.
Allí cayeron los niños – con la cara ensangrentada.
Allí rodaron mujeres – como jacintos y malvas.
Allí Dios se estremeció – porque llovieron las balas.
Corrió la sangre a raudales – empurpurando la plaza.
Cebaron los arcabuces – sus fauces de carne humana.
Allí vio Bruno Terreros – la más siniestra matanza.
Y de sus ojos de acero – se derramaron las lágrimas.
Fue como si hubiesen roto – en mil pedazos su alma.
II
Carratalá se apellida – el monstruo de forma humana.
Es el demonio en persona -crispado el rostro de rabia.
Las pupilas de serpiente, – las manos como dos zarpas.
Curva la nariz y larga –semejante a una guadaña.
Negro como la noche – el corcel en que cabalga.
Dentro de su pecho enfermo – se encrespan oscuras lavas.
Tiene los labios resecos – le quema una sed extraña.
-¡Españoles, hijos míos, – quiero brindar por España.
Dadme una copa de sangre, – la sangre de esta canalla.
La libertad es indigna – de aquesta chusma bastarda.
Merecen muerte los que osan – a nuestro Rey dar la espalda.
Alimentad en el pecho – el fuego de la ira santa.
Extirpad del buen sembrío – los cardos y la cizaña.
Vosotros sois los leones; – ellos, la hambrienta mesnada.
Que vuestros nombres pregonen – las trompetas de la fama.
Entraremos en las calles – dando mueras al Monarca.
pues, sabed que de las armas – la astucia es la mejor arma.
Y, cuando todos acudan – y colmen toda la plaza,
disparadles y matadles. – Que nadie con vida salga.
Españoles, hijos míos – ¡Viva el Rey! ¡Arriba España!
III
Con pendones y estandartes – la tropa ibérica marcha.
La luz juega en los aceros – reflejos de oro y de plata.
Cabriolean los caballos – y los duros hierros tascan.
El polvo de los caminos – como un cendal se levanta.
Ya llegan los españoles – por las calles de Chupaca.
Niños, ancianos y mozos – se asoman por las ventanas.
¡Qué gusto da contemplar – aquella gente bizarra!
¡Qué porte! ¡Qué señorío! – ¡Qué apuestos son! ¿Quién los manda?
-¡Viva la revolución! – ¡Muera el Rey! ¡Abajo España!
-¡Son patriotas! ¡Son patriotas! – Se estremece la comarca.
De los últimos rincones – salen todas a la plaza.
Las muchachas, de los huertos, – ramas y flores arrancan.
Con ellas cubren el suelo – o tejen bellas guirnaldas.
Señorean por doquiera – la emoción y la algazara.
Los rapazuelos se cogen – de las manitas y danzan-
Una explosión de alegría – los excita y los embriaga.
Y el siniestro General – hierve de celo y de rabia.
Por su talante sombrío – más se parece a un fantasma.
Y la cólera maldita – que en su corazón escarba.
De pronto un ronco grito – de ¡Fuego! ¡Fuego! restalla.
El estruendo de la pólvora – resuena en toda la plaza.
La multitud se desploma – cegada por tantas balas.
¡Qué confusión! ¡Qué ajetreo! – Los que corren, los que escapan
Caen perforado el cráneo, – destrozadas las entrañas.
Los niños, enloquecidos, – por sus mayores reclaman
Y caen enmudecidos – bajo el golpe de las ráfagas.
Nadie es perdonado, nadie, – ni los pequeños que lactan.
La atrocidad es horrenda – y la crueldad es macabra.
Carratalá, desde el centro, – repasa con la mirada.
En medio de tanta sangre, – se siente un dios y se exalta.
Los gritos de horror que escucha – para él son música grata.
Contempla con alborozo – aquella horrible matanza.
Hay conmoción en el valle. – Toda la tierra se espanta.
Dios mismo llora de pronto – allá entre las nubes altas.
Un torrente de locura – por doquiera se desata.
Se consuman sacrilegios. – Y de torres y murallas,
cuelgan los cuerpos inánimes – y las cabezas dinásticas.
¿Por qué el mal se desenvuelve – de esa manera tan bárbara?
¿Qué pretende el General? – ¿Qué extraño fuego le abrasa?
IV
En la mano el Crucifijo, – gran aflicción en el alma,
y de llanto incontenible – las pupilas arrasadas,
aparece un sacerdote: – Bruno Terreros se llama.
Socorre a los moribundos – y entre los muertos avanza,
ya cerrándoles los ojos, – ya cubriéndoles la cara.
Es inmensa su tristeza. – Más inmensa es su desgracia.
Mira al cielo y, en silencio, – desenvuelve una plegaria:
-Esto no llama a perdón.- Esto reclama venganza.
Si en los sermones me diste – la fulgurante palabra,
prende en mi pecho la tea, – pon en mi mano la espada
y haz que batalle sin tregua – y haz que proteja a esta raza
doliente y escarnecida – que hace tres siglos se arrastra.
Entra furtivo en el templo – y hace sonar las campanas.
Pocos instantes después, – con el ardor que le inflama.
En medio de tantos deudos, – desde el púlpito levanta
la palabra luminosa – que Dios le dicta en el alma.
Un compromiso de honor – todos los jóvenes pactan.
El sacerdote se obliga – a encabezar la campaña.
Y renace la alegría – al renacer la esperanza.

Desde entonces hace suya – la gran causa libertaria.
Tras abandonar el claustro – un brioso corcel cabalga.
Como en el puño del Cid – brilla en su mano la espada.
La multitud le rodea – y por Jefe le proclama.
Ya tramonta los picachos, – ya desciende en las quebradas.
A lo largo del Mantaro – se desliza hecho un fantasma.
Parece una estrella bíblica. – Y le bendicen los parias.
Es rayo calcinador – para las huestes hispánicas.
Se le ve por todas partes. – Incansablemente viaja.
De un salto se halla por Huanta – y de otro se halla por Tarma.
Corta puentes, quema tambos, – desvela, quebranta, arrasa…
Sobre el español se ciernen – el sobresalto y la alarma.

Y el enemigo no cierra – los ojos por la amenaza.
Los bravíos guerrilleros – parece que tienen alas.
Dominan tierras abruptas – y devoran las distancias.
Cuando corren sus caballos, – se queda el viento a la zaga.
Desde las cimas arrojan – torrentes de enormes galgas.
Los españoles, temblando, – se baten en retirada,
lanzando rojas blasfemias – en medio de inmunda baba.
El nombre del gran rebelde – todos los pueblos ensalzan.
Bruno Terreros alumbra – las noches como una lámpara.
Su presencia es un consuelo – como es el sol en el alba.
Para el hambriento es el pan, – para el sediento es el agua.
Para el impío es cauterio, – para el verdugo es el hacha.

V

¡Temedle, España, temedle, – que ya el rebelde os alcanza!
Tan sólo es un fraile humilde – que viste pobres sandalias.
No le resguardan el pecho – cotas, escudos, corazas,
sólo la fe que relumbra – con limpia lumbre de nácar.
Habéis por más de tres siglos – envilecido a la raza.
La habéis sacado los ojos, – le habéis cubierto de llagas.
Y caminar y arrastrarse – bajo el fusil y la daga.
¡Temedle, España, temedle! – ¡Bolívar del norte avanza!
De pronto en el cielo asoma – como Ave Fénix titánica.
Y en vano resguardaréis – vuestra mansión con aldabas.
Todo el Perú se estremece, – se sacude las espaldas …
Hay un ruido de cadenas – y yugos que se quebrantan.
Ríos, bosques y llanuras – todos sus voces levantan.
El horizonte se cubre – de un resplandor escarlata.
Por doquiera se enarbolan – estandartes y oriflamas.
¡Temedle, España, temedle, – que ya el rebelde os alcanza!

VI

De pronto el fraile- soldado – se detiene en Llocllapampa,
y sofrena a su caballo – con un tirón de la jáquima.
¿Qué olió su olfato de zorro? – ¿Qué vieron sus ojos de águila?
Es el Capitán Carreño, – capitán de recia estampa.
Tras él, envuelta en los lampos – solares, la tropa marcha.
Vista de lejos parece – un cascabel que se arrastra.
Los ojos del guerrillero – se nublan de pena y lástima.
Desciende de las alturas – súbito como una ráfaga.
Y, cuando los enemigos – desenvainan sus espadas,
él surge en medio de todos – como una visión fantástica.
De las milicias patrióticas – un alguacil se adelanta
e insta al Capitán Carreño – a que deponga las armas.
-¡Capitán, estáis rodeados! – ¡De ésta, ni el demonio os salva!
El de Carreño enrojece. – La rabia su lengua traba:
-¡Idos de aquí, so insolente – y decid a quien os manda,
que muerto seré primero – antes que rendir la espada!
Imperturbable y audaz – el clérigo se adelanta.
Tiene los ojos de acero – pero de luz la palabra:
-¡Sois valiente, Capitán. – Sé de sobra que os inflama
el ardor de los perínclitos – héroes de la gran España;
mas juzgo que es inútil – derramar sangres hermanas.
Os propongo, si os complace, – definamos la batalla,
dirimiendo entrambos – el valer de nuestros armas.
El vencedor que ganare – los laureles de esta hazaña,
libre será y hará libre – a todo el que le acompaña.-
Un angustioso silencio – a los dos hombres separa.
El Capitán en el suelo – un escupitajo lanza.
Mira a su torvo enemigo – con desdén en la mirada.
-¡Ah, necio, – le dice – necio, – fraile de malas entrañas.
despreciable guerrillero – que alzáis a esta gente incauta.
¿Qué diablo os hace atrever – a proponerme esta farsa?
Sin duda que ya es llegada – la hora de vuestra desgracia.
Elevad, pues, a los cielos – vuestra postrera plegaria;
que ni santos ni demonios – os enviarán salvaguarda.-
Y esto diciendo, con furia, – contra el fraile se abalanza.
Tira a fondo y con el sable – casi el pecho le traspasa.
Bruno Terreros esquiva – y al punto le contraataca.

El ruido de los aceros – rompe el silencio y la calma.
Las pupikas que se buscan. – Mil chispas que se derraman.
Uno es vértigo que acosa. – Otro es tempestad que brama.
Un brazo parece un rayo. – Otro parece una racha.
Uno es cólera sagrada. – Otro es locura satánica.

Cuando más fuerte es el choque, – cuando más recia es la carga,
como la rama que al golpe – del huracán se desgaja,
cae el Capitán Carreño – del caballo en que cabalga.
Todos le dan la derrota – y al religioso la palma;
más éste, virando raudo, – del noble bruto se baja
y prosigue la contienda – con fiereza encarnizada.
La diestra del Capitán – de pronto en el aire salta.
Cercenada está la mano… – Y la visión es macabra.
Se advierte en todos los rostros – miedo, angustia, repugnancia.
El fuego de la soberbia – del Capitán ya se apaga.
Los borbollones de sangre – ya el uniforme le manchan.
Tiene pálido el semblante, – mortecina la mirada.
Un alarido recorre – por todo el suelo de España.

VII
Tal era aquel sacerdote – de alma altiva y temeraria.
Por los valles de la sierra – aún recorre su fantasma.
La Historia, cuando habla de él, – se viste de oro y de gala.
Y la Leyenda le tiene – como flor privilegiada.
Aún su figura impalpable – se presiente en la distancia.
Sabe el viento de memoria – sus correrías y hazañas.
El polvo de los caminos – guarda sus huellas intactas.
Su nombre se oye en el rayo – y en el fragor de la fragua.
Las selvas y los torrentes – himnos de luz le consagran.
Sus hechos están tallados – en las más altas montañas.

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