Ella, en el ara de mi corazón,
es el ídolo santo de mi vida
a cuyos breves pies, arde prendida
la llama fúlgida de mi pasión.
Mis labios, siempre en mística oración
la ensalzan, con la rima preferida
que fuera por el Hacedor ungida
mucho más antes de la creación.
Mis manos, tribútanle sin cesar:
blancas rosas, inmaculados lirios
al pie mismo de su dorado altar.
¡Así, Dios mío! ¡Qué felicidad vivir
ebrio de cantos, que más son delirios,
sin saber qué es dolor… ni qué es sufrir!