Señores, en esta tarde,
ha de peliar el Carmelo.
¡Qué rica raza de gallo!
¡No hay otro igual en el pueblo!
¿Conoce usted a nuestro héroe?
No lo conoce ni en sueños.
Es un señor personaje
como todo un caballero.
La estampa, recia y gallarda.
Los ademanes, discretos.
Su señorío se luce
sin demostrarse opulento.
En su plumaje la luz
dibuja extraños reflejos.
¡Si de repente parece
un gallo de oro bermejo!
Es un trazo aristocrático,
un gusto fino y severo.
Cualquiera que lo contempla
se queda absorto, en silencio.
Como un clavel las agallas,
su pico como el acero.
Y parece que su pecho
fuera predicando retos.
Cuando el Carmelo pelea,
qué expectación en el ruedo,
que arte en el quite y el salto,
que pericia en ser ligero.
Ese remanso de plumas
se encrespa como un infierno.
¡Pobre rival que acomete!
¡De un tris y tras en el suelo!
Hay que ver qué inteligencia
se derrocha en cada encuentro.
Todo florido, parece
un relámpago en el vértigo.
Jamás embiste de balde.
Sus cálculos son certeros.
La precisión es su norma,
su estrategia el ser sereno,
Sus partidarios lo aclaman
y lo aclaman con estruendo;
sus enemigos blasfeman:
-¡Váyase el gallo a los cuernos!
¡Pero qué gallo el gallazo!
¡Pero qué gallo el Carmelo!
-¿Qué de gallos ha matado?
-¿Qué de gallos! … ¡Más de ciento!
Se pasea en todo el valle
como un príncipe en su reino.
Los hombres le guardan ley.
Los niños le tienen miedo.
Dicen los supersticiosos
mil cosas, mil adefesios:
Unos dicen que es el ánima
de un sultán o un sarraceno.
Otros que la encarnación
de un gladiador o un guerrero.
¡Por qué sino –se preguntan –
su raro color de fuego?
Yo simplemente les digo,
ya que no entiendo misterios,
que este gallo no es gallo,
ni un animal, sino un genio.