¡Qué bueno eres, maestro mío!
Tú me enseñas lo que ignoro.
Tu palabra es el tesoro:
bien supremo que yo ansío.
Cuando miro en la pizarra
que el misterio se revela,
es que mi alma al cielo vuela
pura y libre y sin amarras.
Como una guía me conduces
a lo largo del camino.
Por tu ciencia me ilumino
cada vez con nuevas luces.
Cual un mago que en la cumbre
descorriera las tinieblas,
tú me guías y me pueblas
toda el alma con tu lumbre.
Tú me llevas, paso a paso,
hacia el reino de la esencia;
y si tengo sed de ciencia,
tú me alcanzas lleno el vaso.
Si me abate la fatiga,
si afligido yo me siento,
tú me infundes nuevo aliento
y me das tu mano amiga.
En tu augusta soledad,
silencioso y pensativo,
eres Cristo redivivo
predicando la verdad.
Tú nos hablas de los seres
de esta bella creación,
del sentido y la razón
del dolor y los placeres…
Con dulzura y señorío,
presto acudes si te llamo.
Nunca dices no al reclamo.
¡Qué bueno eres, maestro mío!
Con el libro siempre en mano,
la sonrisa a flor de labio
y la fe propia del sabio,
tú penetras al arcano.
Más lumínico que antes
tornas luego y nos regalas
el divino don del ala
y la luz de los diamantes.
¡Bellos lances y ejercicios
en que gozan las niñeces!
Tú en el alma nos floreces
la virtud, jamás el vicio.
Gracias, maestro, por la hermosa
siembra de oro que realizas,
bajo el polvo de la tiza
y el perfume de las rosas.
Gracias, maestro, a tu tarea
tengo ahora entre mis bienes
el saber dentro las sienes
y en la fe mi panacea.