XXVII

Todas las tardes llegas a la vera
recóndita del ser en que padezco;
y te vas, tarde, con un poco
de restos míos: sueño, amor, gemido…

Llegas hasta mis huesos en reposo,
los besas con ternura mientras tiemblo
y vuelves a tus prados de ceniza
llevándote la orgía de palomas
que pueblan los ramajes de mi sangre.

Todas las tardes abro mi morada
al presumir parvadas en el cielo
de ángeles con sus arpas vesperales
y nadie sino tú, fragante y pura,
huésped mía, llegas de la noche.

Plácete mi recinto alucinado,
plácete la vigilia en que me anulo;
plácete sorprenderme con el pecho,
como una flor, desnudo a tu guadaña.

Tú, semejante a niebla sobre el río,
mi soledad envuelves; tú confinas
mi gozo coronado de azucenas
en mar salobre, en ínsulas de espanto.

Fuego de amor tú libas en el vaso
del pecho en que te sufro…Que tu hielo
acabe, pues, tornándome en desierto
para acabar mi fardo de tristeza.

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