Un día, erraba yo en los praderales
floridos de la Grecia prodigiosa;
erraba en esos campos colosales
ebrios de aroma de clavel y rosa,
en que en milagros de esencias gratas
se sucedían floras y paisajes.
Yo iba cantando un madrigal risueño
pidiendo al dios Apolo que me diera
un galardón que era mi sólo empeño…
Pedía con el alma toda entera
y esperaba el milagro venerado
como se espera dicha y alegría.
De instantáneo en medio del camino
aparecióse un hado que me dijo
con tierna voz: ¿a dónde oh, peregrino
por esa senda vas sin rumbo fijo?
y le miré con ojos suplicantes…
Y luego desató burlón y ufano
su cargamento y prosiguió – ¿ves?, mira
que yo pongo al alcance de tu mano
una brillante espada y una lira –
Y yo escogí la lira. Desde entonces
te canto con mi dádiva gloriosa!