Elvis Jefferson Villanueva Basilio, nació en Huancayo en 1991, tiene 26 años. Es docente de Literatura y Periodismo. Ha fundado la revista Incontrastable de periodismo narrativo. Ganó varios premios de periodismo. Este año le acaban de otorgar el premio de cuento sobre tradiciones y costumbres: «Germán Patrón Candela» de Trujillo.

VIDA Y MILAGROS DE UN LAYA HUANCA
Seudónimo: Garduño

Mientras fui niño coleccioné con celo algunas historias sobre resurrecciones, hasta una fecha en que el azar me puso como testigo y todo lo creído hasta entonces se convirtió en una certidumbre.
Rodolfo Pililla fue el protagonista que desencadenó el increíble suceso. Rodolfo era un profesor de primaria aficionado al guarapo y la mineralogía. Se presentaba ante todos como el último laya huanca, es decir un sacerdote con poderes sobre la naturaleza. La gente del barrio, como siempre suele ser, no perdonó la imaginación de este hombre y lo tomó por loco y ninguna tienda ni servicio quiso establecerse cerca de su estrambótica casa hecha de piedras.
Fue durante las vacaciones escolares cuando conocí a Rodolfo. Yo sufría una extraña alergia a las matemáticas y él decía haber descubierto la cuadratura del hombre y calculado la edad de la Tierra. Todo eso lo supe después, en sus clases particulares; pero para mi madre bastó como referencia que el profesor hubo enseñado (quizá cuando aún no le invadía la manía de juntar caracoles fosilizados) en la gran unidad escolar Santa Isabel de Huancayo.
El primer encuentro con lo extraordinario fue en su casa. En medio de una ciudad con edificios de material noble y cocheras levadizas, la casa del profesor parecía haberse estancado en el tiempo. Quién iría a pensar que este pequeño sitio albergaba árboles, pájaros y hasta un riachuelo que se perdía en una especie de cañón en miniatura. Había también tejidos huancas y una retahíla de huacos en perfectas condiciones.
Mientras el profesor guiaba a los otros alumnos hacia un jardín, yo me rezagué para acariciar la cabeza de un zorro petrificado.
–Atu duerme, ya volverá con el Huallallo– me sorprendió el profesor, con el índice apuntando hacia donde nace el sol.
Azorado, retorné al grupo y me dejé conducir por los vericuetos de un mundo que no conocía salvo por ciertas figuras de mi Escuela Nueva. Rodolfo volvió a repetir cincuenta veces más la palabra atu y cien más proclamó a Huallallo como el dios de los antiguos huancas. Nosotros dudábamos entre atender a sus historias o contemplar lo imposible, como aquellas proezas en su jardín que ni mil botánicos podrían replicar: sembrar un clavel en el brazo roto de un cactus o hacer florecer una cambria en pleno invierno. En nuestra ignorancia nadie se preocupó por averiguar cómo lo había hecho, solo queríamos saber si luego podríamos comer las frutas de estas plantaciones. El profesor parecía un niño mostrándonos su colección favorita de juguetes y nosotros lo queríamos todo. Sin embargo, nuestro interés viró rápidamente hacia el sector de los animales, sobre todo hacia un cobayo de color negro.
– El chiste de este animalito –dijo Rodolfo– radica en que puede volver a la vida cuantas veces quiera.
Todos miramos la cara barrosa del profesor, su barbita de cuatro días y su temblorosa lengua lista para responder al primer «¿cómo es eso?»
–Lo sabían los huancas– reflexionó –. ¿Qué les enseñan hoy sus abuelos?
–¡Michicanca!– respondió un niño. Por las rajaduras de su rostro éste parecía haber llegado recién de las alturas.
–Parecido– contestó Rodolfo–. Solo que, en vez de gato, el cobayo es el de las siete vidas.
Todos nos arrebujamos alrededor del laya para observar una demostración. Descolgó de una pared tachonada con conchas un manto de pelo de vicuña. Lo extendió y se colocó en el centro de lo que él llamaba la cuadratura de su casa, el ombligo de Huancayo. Los rayos del sol cayeron con una intensidad que nunca había sentido y por un momento creí ver arder sus manos y levitar el manto por encima de las llamas. Rápidamente dobló el tejido y lo lanzó sobre un escaño. Sacó al cobayo de su jaula y con una presión de manos desnucó al animalito.
El pobre cobayo agonizó sobre el piso lleno de hojarascas. El profesor lo contemplaba como si estuviera presenciando un acto, una sonrisa chueca dejaba entrever sus dientes lastimados por la coca.
– ¡La manta!– ordenó Rodolfo a un niño.
Cogió el tejido y lo extendió sobre el cadáver.
–No pestañeen– nos sugirió, pero en vez de eso todos parpadeamos porque los ojos ya se nos resecaban por mirar tanta cosa inaudita.
Entonces ocurrió. Se escuchó un crujido y, a continuación, movimientos bajo el manto. El hocico del cobayo fue lo primero que asomó, éste oteó el aire como si recién hubiera salido del vientre de su madre y echo sus primeros pasos.
En plena algarabía por el milagro observé al profesor, pero su rostro tenía el color ceniciento de las piedras que atesoraba, estaba lívido y desencajado, como si alguien le hubiese quitado algo muy preciado.


Al siguiente año, mi madre no me inscribió en las clases del profesor, pues éste le había dicho, antes de su viaje, que su padre había enfermado de un mal raro y contagioso. Tenía que remontar lagos y montañas para llegar a ese sitio donde ningún doctor se atrevía a contradecir el capricho de los «auquillos». Mi madre recuerda que para tal travesía, Rodolfo llevaba entre sus brazos a un pequeño cuy negro.
Al segundo año de su ausencia hubo una granizada que los periódicos catalogaron como «atípica» y la mayoría de las casas de tierra se fundieron con el lodo. La casa de piedras resistió al primer embate, pero al segundo las paredes empezaron a desmoronarse. Los nuevos chiquillos del barrio, bajo su desconocimiento, empezaron a usar las piedras para sus juegos y poco a poco una grieta fue abriéndose hasta la base.
Yo busqué por toda la zona a alguien que me diera noticias sobre su paradero, pero como Rodolfo no tenía vecinos, nadie supo más de él. Al tercer año de su viaje, temí lo peor.
Cuando la grieta en la pared de la casa alcanzó el tamaño de una persona, decidí ingresar. El tiempo había carcomido los objetos y el polvo no había perdonado nada. Ahora sí el reloj había corrido precipitadamente hacia el final de las cosas. Las conchas se habían desprendido y los huacos empezaban a mostrar sus primeras rajaduras. La cabeza del zorro petrificado había caído desde el atrio donde reposaba, quebrándose en dos sobre la hojarasca.
Mientras trataba de asimilar este desastre, desde los corrales escuché un sonido. Fui a ver a los animales que tenía Rodolfo, pero fue en vano porque varias de las jaulas habían sido violentadas.
Era imposible que sobreviviese algo en tan lamentables condiciones. Ni los cactus injertos habían resistido. Entonces busqué lo que alguna vez me había maravillado: el manto. Encontré algunos parecidos, pero, al fin, mis ímpetus lograron hallarlo bajo una pila amarillenta de libros y folletos sobre curanderismo. Por primera vez me fijé en la superficie del tejido. Llevaba en el centro un bordado perfecto, multicolor, que plasmaba una montaña blanca, rodeada de lagos y pajonales. Al pie había una inscripción: Donde nace y muere Huallallo. Aquel lugar lo había visto en libros de geografía del valle, aquel era sin duda el nevado Huaytapallana.
Entonces guardé el manto en mi morral y fui allá a buscar al último laya huanca.

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