Rachel Ortecho Suárez nació en Lima hace 44 años. Viajó a Venezuela, donde se graduó como Ingeniero químico en la Universidad de Carabobo, Venezuela. Participó en los talleres de narrativa de la Fundación La Letra Voladora. Algunos de sus cuentos están publicados en la antología Once cuentan en sábado (Universidad de Carabobo, 2005). Obtuvo el premio en el Concurso de Novela de Aventuras (2008), de la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello (Caracas), con la novela El tiempo de la araña (2009). Premio compartido de Carta de una nieta a su abuela 2012, de La Letra Voladora y la Alcaldía de Naguanagua (Carabobo). Se ha publicado una muestra de su trabajo en el campo de la literatura infantil en la antología Cuentos para los más pequeños desde la Letra Voladora (2013). Hoy de nuevo la tenemos en casa.

DESPUÉS DE LA LLUVIA
Seudónimo: Tania Margot

-Te llevo las bolsas, mamá –digo, y me quedo allí a esperarla, como siempre, mientras ella entra al mercado y se aleja entre los puestos para seguir con sus compras.
Si supiera que esto es un sueño iría tras ella. No la perdería de vista. Decido alcanzarla, voy lentamente. Pero por supuesto no la vuelvo a encontrar, y el sueño se extravía en laberintos sin sentidos. Ya no estoy con ella.
Despierto en este departamento alquilado de Lima. Y pienso en todos los veranos y lluvias que vivimos juntas en San Joaquín, Venezuela. Lluvias continuas, con relámpagos y truenos, con viento que hace inclinarse los árboles. Luego el sol, y los charcos azules de cielo.
Los domingos, en San Joaquín, el sancocho se prepara desde temprano. Se saca la leña guardada, y en el patio, bajo el palo de mango, está el fogón donde se monta la olla.
Luego, en la tarde cálida, mamá nos contaba de su pueblo, San Sebastián de Tinta, en Oyon, Perú.
Tinta, por la laguna azul que existía antes, a la llegada de los españoles. Nos contaba la siembra. Cómo era al ir a cosechar la papa de temporada. Recuerdos de cuando era niña.
«Sólo llevábamos paja seca para prender la candela, o papel. Una ollita y queso. ¿Qué comeremos? La papa que vamos a cosechar. Recogíamos ramas secas, se amontonaban en una esquina. Se prende la leña, se va amontonando, cuando se va apagando se mete la papa para que se cocine con las cenizas. En la ollita se pone queso, muña, y agua de la acequia, se cocina… uhmmm, ¡qué rico!, y se come con papa».
Miro por la ventana del autobús. Atrás dejé el cielo nublado. Después fue la arena y la neblina, al salir de Lima. Luego aparecieron las rocas, alguna vegetación y el sol. Rocas con aristas, como talladas a cuchillo. Las sombras de los arbustos en la muralla se deslizan como un río.
Al ver tantas piedras no puedo evitar recordar lo que mi mamá contaba de los «ashcay», aquella gente antigua, que existió antes que nuestros primeros padres, antes del diluvio. Aquellos que cuando sus hijos le pedían comida, les decían «mastiquen piedras».
Llegué a tu tierra, a 3200 metros sobre el nivel de mar. Montañas verdes. El sol se reía revolcado sobre la corriente del río. Sus aguas corrían al pie de un pedregal, en el fondo de una muralla rocosa.
En la sierra ya el invierno pasó. La estación lluviosa. No sé si el zorro le habrá ganado al rayo, no sé si será un buen año. Ya casi nadie siembra como lo hacían antes.
Llegué el primer día de sol, así dijo al recibirme mi prima Gelacia, la única pariente que vive en Tinta, el pueblo donde vivieron mis abuelos.
El cielo está muy azul y se refleja en los charcos, en las pequeñas lagunas. Mi prima Gela me habla, y trato de descifrar todo un mundo en sus palabras.
Viendo los cercos de piedra en todas las casas y en las chacras, puedo pensar que la costumbre de mi madre de apilar piedras viene de sus ancestros precolombinos. Nadie lo hacía de manera más hermosa y con tanto equilibrio como mi mamá.
Recuerdo su cerco de piedras que dividía nuestro terreno en San Joaquín, y el camino de piedras que hizo también con sus manos.
Contaba que, en su casa, ella era la que buscaba las hierbas, conocía sus nombres, discursonera, wira-wira y tantas otras. Nos contaba muchas cosas, sus travesuras con los otros niños del pueblo.
«A veces íbamos al río, escapábamos al monte o subíamos más allá de los sembrados, a jugar. Sabían que habíamos ido a lo alto de la montaña porque teníamos flores amarillas, rojas y blancas de rima – rima en nuestros cabellos. Todos nos miraban con envidia».
Gela me muestra la placita, no la principal, sino la que está a un lado del río donde se reunieron para lavar la ropa del abuelo después de su entierro. Luego prepararon la comida para compartir; es la costumbre de la sierra.
Estoy en Lima. En la brisa siento la humedad de una lluvia próxima. Pero no lloverá. La garúa salpica sin alcanzar a mojar. Es apenas un beso húmedo y frío.
Hoy mi día amaneció lluvioso por los ojos, con relámpagos que enceguecen, y truenos que explotan en el corazón.
El sacerdote toma un vaso de plástico, pide un poco de agua, improvisa un hisopo con una flor de la corona y salpica tu ataúd. Dice unas palabras. ¿Qué dijo? No sé. Yo me quedé viendo la flor, la magia de la flor convertida en hisopo.
Mis labios rezan, y el murmullo en la sala es parejo, pero mi pensamiento observa y se va… Afuera está oscuro.
Sigo a Gela, ella no se detiene, siempre está haciendo algo. Admiro su cocina antigua, pero más aun su patio con tantas flores. Y su huerto, con la lechuga y las hortalizas. Y el enorme cerro que está detrás, que no nos deja saber del sol hasta las nueve. Viendo ese cerro antiguo me acuerdo de los jircas, pero no puedo pensar mucho. Sigo a Gelacia y la escucho. Lleva una olla con las sobras del almuerzo. Caminamos por detrás de la casa, los caminos cruzan la acequia y continúan, se esconden entre la maleza alta, parecen los laberintos de mi sueño. Y llegamos. Gela abre el cerco y vacía la olla en el plato. El cerdo chorrea caldo por la nariz cuando voltea y nos mira.
-Él se cuida –dice ella– como hemos venido dos, dirá: ¿Qué me van a hacer? ¿Me van a llevar?
Ahora que veo las estrellas a 4ºC en el patio de la casa de tu infancia, que el agua es tan helada que duele, y con este dolor de cabeza y el no poder respirar por el peso de las cuatro mantas de lana encima, en un momento lo comprendo todo, mamá. Un día a día de trabajo en el campo, tareas que realizar para sobrevivir, las ollitas de barro con las que jugabas, las que tu papá compraba sólo para ti. La muñeca que compartían entre cinco hermanas. Los wachi (ovejas bebés) que criaban con biberón para devolver grandes al campo, y los cabritos. El río con agua congelada, con animalitos de hielo. La aventura.
Amanece con ese sol cálido del Caribe. Hay bullicio de aves y aroma de fruta en el aire, los árboles están cargados, todo es verde. No importa que hoy sea domingo. Ella está despierta desde temprano. Se asoma a mi puerta con una gran sonrisa.
-¡Aliguyay! (Escuchen todos).
Yo también sonrío. Siempre tiene algo que decir, siempre está contenta.
Durante tu velatorio, en todo momento tengo la sensación de pérdida, de que tú no estás allí. Tu sepelio, el entierro, no son reales. Reales son los recuerdos. Tú, viva.
Hoy llega el invierno a Lima y no sé…
En San Sebastián de Tinta al toro mágico estará de vuelta en la laguna, y la cosecha de papa espera un día, que será de fiesta, preparando puchero.
Y en nuestro jardín de otro tiempo, en Venezuela, estaremos juntas tú y yo en torno a una olla, en el patio, bajo la sombra del mango, para hacer sancocho… Y estará tu voz para que me cuentes otra vez el milagro que le hizo Chapaquito a mi abuelo cuando organizaba su fiesta patronal o cuando la abuela iba a pastar sus ovejas a Jato y el Jirca le regaló la illa en forma de oveja, símbolo de protección que ella guardó en la estancia. Y que no se pierda la memoria de Juan Callatao, el curandero del pueblo, gran bailador y adivino.

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