Willan Valdemar Castillo Briceño estudió Antropología Social en la Universidad Nacional de Trujillo. Ha publicado algunos de sus poemas en el Diario La Industria de Trujillo, la página web: poetascristianos.com. y en el grupo: Chugay la tierra que más amo. Tiene 38 años.
EL ÚLTIMO CURANDERO DEL PUEBLO
Seudónimo: Caminante
Después de aquel negro día que murió mi abuelo, todos empezaron a morir en nuestro pequeño pueblo. Octavio Ríos, «EL SANADOR», fue vencido por LA MUERTE el 10 de julio del dos mil uno; desapareció su poder sanador del pueblo de San Salvador, como la nube blanca desaparece en el cielo abierto. Luego lo siguió don Sedanito, el anciano más antiguo del pueblo; al año siguiente murió Máximo Campos, «El Toro Bravo», el hombre más robusto de esta tierra; falleció la Crisanta, la flor más bella del edén terrenal de esta sierra; también se nos fue de pronto don Hilario, «El Sabio»; y llegaron muchas noticias de hombres y nombres que iban muriendo en uno y otro pueblo en todo lo amplio del distrito de Chugay. Hechos similares nunca antes había pasado por estos lugares, porque ni a bien se enfermaba alguien, cargaban su enfermo y corrían al curandero del pueblo por la sanidad y el santo remedio.
Como nunca, empezamos a avistar con frecuencia velorios en las casas. Los hombres vestirse completamente de negro y las mujeres enlutar su blanco sombrero; las marchas fúnebres camino al cementerio, con dolorosos llantos, con tristes cantos, con arreglos florales y con rezos de rosarieros.
Mi abuelo era un hombre de sierra, sabio, sano y recio. Se Alimentaba de los mejores frutos de sus parcelas, de las mejores carnes de sus ganados, de perdices y miel silvestre; bebía las aguas de sus milagrosas hierbas y su chicha de jora a toda hora. Mis ojos jamás lo vieron quejarse de alguna dolencia y nunca alguna enfermedad pudo tumbarlo a la cama. Se levantaba de madrugada con el canto de los gallos a poner sus ganados al pasto y recibía el día abierto de brazos celebrando la buena vida. Éramos diez en la familia: el abuelo Octavio, la abuela Shana, sus seis hijas y dos nietos. Hasta que un mal día empezó a nublarse el cielo hasta ponerse negro, empezaron a revolotear desesperados jilgueros, luego emprendieron vuelo a diferentes direcciones fuera del pueblo; llegó la tarde con gruesas gotas de lluvia, menudos granizos, relámpagos y ensordecedores truenos. En la profundidad del aterrador tiempo se escuchó el canto de un tuco. Mi abuelo había ido a las parcelas de El Alto a ver los sembríos, a recoger valeriana y otras hierbas que solo él sabía el nombre. Cuando cabalgaba en su caballo Bayo silbo que silbo, entre relámpagos y truenos, lo fulminó un rayo.
Yo, Victoriano, su nieto bien amado, antes de cumplir un año, vino a olerme LA MUERTE. Primero se enfermó mi madre, en cama sin poder levantarse con dolores de huesos, fiebre y sacudones. En sus delirios decía: «ya vienen por mí los jinetes en sus negros caballos por todos los caminos». Y sin poder levantarse, mi madre me amamantaba en su lecho de sufrimiento que, con el tiempo, terminó por pasarme sus males. Empecé a secarme, mi tierna piel ya se pegaba a mis pequeños huesos, entonces mi abuelo me agarró en sus brazos y me condujo a su pequeña aldea. Ordenó a mi abuela que me abrigara con pellejos blancos de cordero, que me alimentara con leche de cabra, que me diera de beber su jarabe de sus hierbas medicinales: hierba luisa, cedrón, menta, arrayán, congona, valeriana, mejorana, hoja de coca, albahaca, la milagrosa, y otras hierbas que solo mi abuelo sabía el nombre (todo mesclado con miel silvestre). Caldo de gallina por las mañanas, yuyo de nabo, tórtola sancochada, agua de cebada, caldo de pata de res, eran alimentos para mi convalecencia, crecimiento y robustez. Hasta que resulté corriendo por los caminos, trepando con destreza los árboles y saltando peñas.
Y éramos felices en el calor del fogón de su amor y su protección.
Mucha gente de la aldea y de pueblos cercanos, vivían y revivían gracias a la mano sanadora de mi abuelo. A doña Dolores le picó la uta, andaba toda carcomida la cara y parte de la nariz, había recorrido por varios sitios buscando sanidad para su mal, hasta que llegó a la choza de mi abuelo buscando alguna esperanza. Después de revisar sus llagas, preparó el remedio de sus milagrosas hierbas, y doña Dolores tomaba el agua de hierbas descansando, descansando como quien bebe la vida. Por las noches le daba baños de llantén, hierba santa, barbasco y otras plantas que solo él sabía el nombre; luego lo echaba polvo de papaco en las partes afectadas. Así, por algunas semanas, hasta que las heridas de doña dolores fueron cicatrizando, cerrando y toda la carne le regresó a su sitio. Don Amadeo que rodó por la peña, quedó con todos los huesos rotos, hinchazones y moretones por todo el cuerpo. Mi abuelo acomodó las tronchaduras con sus manos sanadoras, frotándolo con cebo de culebra, ortiga, llantén y pisco. En cuatro semanas, don Amadeo estaba listo para irse de nuevo de arriero. Don Panchito sufría de una cojera que le impedía caminar, hasta que oyó hablar del curandero Octavio Ríos, al otro día ya estaba en la presencia de mi abuelo; después de escuchar la historia de su mal y los remedios sin efecto que ya lo habían hecho, preparó en su ollita de remedio cola de caballo, la consuelda, diente de león, hojas de coca y le daba de beber al enfermo. Emplastos de ortiga, sangre de grado y árnica por unas tres semanas. De pronto una mañana don Panchito ya estaba caminando sin cojear, antes de marcharse, se le dio por emprender una carrera, de lo lejos agradecía a Octavio por el milagro. En mis años infantiles no recuerdo de alguien muerto, por eso creció la pequeña aldea y se convirtió en pueblo.
Después de la muerte de mi abuelo, fue como si la muerte tuviese entrada libre al pueblo. Todo comenzó a derrumbarse: Los comuneros empezaron a enfermarse, los animales con pestes mortales, las cosechas con plagas, heladas y malas lluvias. A todo le llegó el mal tiempo. Mis tías, Florinda y Angelinda murieron de extraños males y la abuela empezó a enfermarse.
En otro día negro, a los cinco años de la muerte de mi abuelo, una bandada de pájaros amarillos cruzó el obscuro cielo, y al aguzar la mirada por el camino de La Bajada se veía venir un hombre desconocido montado en una mula, jalando un pollino. De pronto, en el patio de la casa escuché una voz: ¿estará doña Shana? Y al mirar al hombre, enmudecí, era mi abuelo Octavio, rejuvenecido, robustecido. Corriendo me fui a la cocina a dar la noticia: «abuela, abuela…mi abuelo ha vuelto» Incrédula, no sé si esperanzada, salió, y al ver al hombre, los dos corrieron y se cruzaron en un abrazo. Mi abuela dijo: «hijo, Sheguito, hijito» Y lloraba, como llora una anciana madre.
Ya con calma, me puse al tanto, que era mi tío Octavio Segundo, el hijo mayor de mis abuelos, que se fue de la casa a los nueve años y después de buscarlo por años y no tener noticias, se le había dado por muerto. Era el regreso del hijo pródigo, que era la viva imagen de mi abuelo y también era CURANDERO. Se puso a revisar la habitación de curaciones, miraba con atención las hierbas que había y revisó con detenimiento los apuntes ilegibles de un cuaderno viejo. Empezó a visitar a los enfermos del pueblo, salía por los campos a ver los sembríos atrasados y a los animales flacos, regresaba ya tarde con sacos y alforjas de hierbas medicinales. Se regó la noticia por todo el pueblo y por todo lo amplio del distrito de Chugay, que ya regreso Octavio Ríos, el infalible curandero. A las pocas semanas, todo volvió a ser como antes en San Salvador, porque estaba de regreso Segundo Octavio, EL SANADOR.