Por: Julián Chica Cardona (Colombia) *
En este IV Encuentro Internacional en el que se han dado cita los poetas, creadores y artistas de diferentes procedencias, latitudes y universos culturales, para celebrar en común unión y precisamente en estas coordenadas ariscas y profundas del hermoso Ande peruano, y conjurar a las criaturas del silencio y pedir que nos enseñen a «matar la muerte», hemos sido convocados a nacer de nuevo bajo el infinito azul de la ternura al que el maestro Samaniego le ha cantado en vida.
Por eso, hoy renace de entre las cenizas con su voz de trueno y el bramido de cien toros en lo más alto de la sierra fría y como un ave Fénix se posa de nuevo en este sitio privilegiado del planeta en una epifanía de telúricos cantos que habían quedado escritos en las nervaduras de las hojas y en las flores de la orquídea que para él se fueron transformando en poesía.
En la poética de Antenor Samaniego (1919 – 1983) , habita ese canto no cantado, ese alborozo del reencuentro con la marcha rítmica, esa melodía inacabada a la que le falta solamente quizá una partitura para cuerdas, una quena, dos o tres zampoñas y un cajón peruano. El torrente de su lira lo merece. Una composición instrumental donde no podría faltar el arpa andina ni el charango para atravesar con sus gemidos la arisca geografía del imaginario colectivo de un país soñado sólo por él mismo y donde ya no habrá la tiranía.
Y si lo más importante para la canción es la palabra que se canta, él ya había cumplido con ese deber cósmico de esculpirla en la sangre de su pueblo, en el lecho bullicioso de los ríos de su hipotético universo, para que alguien viniera a oficiar ese descubrimiento de resucitarlas con la música.
En consecuencia, lo celebra con la jovialidad de un vals peruano, la vitalidad de una coral o el candor ilusionado de una serenata. La poesía y la canción hermanan las naciones y los pueblos en un solo abrazo de universos y nos reconcilian con el asombro de lo diminuto y lo inaudible sin lo cual la profecía de la vida no sería posible en el planeta.
En su obra se pasea igualmente la ternura de las rondas infantiles como quiera que escribió con insistencia en el alma de los niños, al punto que no necesitaría envidiarle aquellos estribillos de José Asunción Silva (1865 – 1896), del:
¡Aserrín!
¡Aserrán!
Los maderos de San Juan
Piden queso, piden pan,
los de Roque
alfandoque,
los de Rique
alfeñique. ¡Los de triqui, triqui, tran!, que inmortalizaron al poeta bogotano.
Silva fue un amigo personal de Julio Flórez (1867 – 1923), el poeta de las «Flores negras», y en cuya evocación el Maestro Samaniego vuelve y canta: «Igual que rosas negras floridas sobre el fango», lo que sugiere así mismo, cierta reminiscencia con la obra: «Flor de fango» (1895), de José María Vargas Vila (1860 – 1933), y pone de presente esa influencia común entre los escritores y poetas latinoamericanos de la época con la luctuosa idea de las flores negras, la belleza natural convertida en objeto igualmente bello pero artificial; a manera de la construcción poética de una figura literaria inalcanzable.
Sin embargo, este emblemático recurso literario se le debe a la novela «Lucía Jerez», del poeta y filósofo cubano José Martí (1853 – 1895) , donde la protagonista, en consonancia con su artificialidad, nunca usaba flores para lucir en sus vestidos como allí era la costumbre porque, según ella, en los jardines no existía su flor favorita: la flor negra. Nada menos que del jardín de sus hondas melancolías, Julio Flórez produce sus famosas «Flores negras».
Igual que el poeta de las «Flores negras», la obra de Antenor Samaniego, puesta en escena en este importante encuentro continental, bien podría encontrar la caja de resonancia que ha esperado en la ruta de trovadores y de músicos para convertirse, con sus «Campanas de Lima», o su melifluo canto a la cholita (símbolo de la feminidad peruana), en el ritmo de los campos, en el grito reivindicador de los obreros y maestros de escuela, en las melodías cotidianas con que las gentes sencillas se inspiran para seguir luchando y se ilusionan en un mejor país y unos mejores tiempos.
Si no habitara ese sello personal en la obra del Maestro Samaniego, no tendría a su haber libros intensos, abundantes de lugares frecuentados y tan legítimamente interandinos como el de las Canciones jubilares (1963), donde el bardo le canta a ese momento hipotético en que el Hombre se ha liberado de sus ataduras y por eso lo proclama jubiloso con la danza, con el grito de la patria, con el gallardo gesto enamorado y con la música de las celebraciones.
Si no fuera así, no le habría cantado a esos reinos hipotéticos de El país inefable (1948), o de manera picaresca a las jaranas de antaño, y con evidente regocijo a las celebraciones del Señor de los Milagros, o a las campanas de Lima, que aún esperan al compositor o al músico que las convierta en pieza musical de cámara, en un vals o un pasillo propio del sentir peruano.
Con razón, el premio Nobel de Literatura Tomas S. Elliot, 1948, aseguraba que el poeta, no obstante ser un hombre de su tiempo, sólo llegaría a ser entendido por las generaciones venideras. Y hoy, tres décadas después de su fallecimiento y seis después de haber visto la luz su poesía, a la prudente distancia de otro siglo, empezamos a recibir de nuevo la caricia de ese efecto mariposa de su melodía.
Un efecto que le ha dado la vuelta al mundo para iluminar con su varita mágica de sauces y jacarandinas las despiertas mentes juveniles con su modelo poético de peruanidad en cuya inacabada pedagogía sugiere una sinergia con la música para permeabilizar el imaginario colectivo, y en la que tienen la palabra los compositores y los músicos de Latinoamérica.
Así como sucede en la milagrosa confluencia entre la música y la danza cuando apareció el baile, y logró penetrar, desde las Cortes imperiales hasta la más humilde estancia de la aldea, con todo ese protocolo implícito, todo ese ceremonial respeto por la dignidad del otro y la empatía emocional de los que voluntariamente acceden a participar en el encuentro lúdico.
Y finalmente se nos quedó el baile.
De igual manera, esa didáctica de la memoria viva y de saberes para el canto (que es la voz humana la que lo categoriza), en la música y la literatura pueden dar esa octava superior para que el discurso del poema se convierta en el espíritu del coro que congrega o la canción de cuna, incluso, porque es finalmente el contenido de valores y equilibrio estético capaz de urdir (mañana y tarde), el tejido social con que se capitaliza una nación.
El poema es ese hilo en el que las ejecuciones musicales con que ha sido construida la canción son el telar en que la lanzadera de las sociedades tejen y destejen entre sí la compleja trama de las generaciones que coexisten en un mismo territorio y en una misma época. A partir de entonces, ese tejido de autoestima nacional y pertenencia con su ancestro, se convertirá en una nueva fuerza al impulso de los valses, las baladas, las cumbias, los pasillos y las producciones electrónicas, que se sostengan en el tiempo porque son portadoras de valor poético.
Productos culturales que, en contexto, harán propicio el reencuentro (al igual que lo ha logrado el baile con las gentes de todas las generaciones), y pueden llegar a convertirse en el eslabón que nos enlace con la obra del poeta que admiramos para que tanto las élites gubernamentales como los demás círculos intelectuales que no forman parte de esas élites, confluyan en la necesidad de consolidar verdaderas políticas públicas de recuperación de la memoria y la obra olvidada de nuestros bardos nacionales en auténticos espacios consagrados para el arte, la música y la literatura.
El Maestro Antenor Samaniego fue un trasegado excursionista de esta idea de engalanar sus textos con el lustroso traje de las músicalidades que bien pudo haber logrado con algunos himnos como el que los ciudadanos de Talara, departamento de Piura, llevaron a feliz realización cuando el 10 de diciembre de 1955 y mediante Resolución Motivada Nº 732, registraron el himno con la autoría del laureado poeta sicaíno y la música de Rosa Cursio de Viacava, cuyo coro dice:
«Talara, la hermosa ciudad del desierto
Nacida al abrazo del cielo y del mar
Región del petróleo que surge a manera
De un charco de estrellas de un hondo lagar».
O el que el colegio masónico Concordia Universal del Callao adoptó con la letra del poeta Samaniego y la música de Julio Blakz Sánchez, cuyo coro dice:
«El símbolo seamos del trabajo.
Brille en el alma el sol del ideal.
Vayamos siempre arriba, nunca abajo.
Muchachos del
Esta entidad educativa de carácter privado y de tan honda significación en la prospectiva de su pueblo, creada por los miembros de la Respetable, Benemérita y Sesquicentenaria Logia Masónica «Concordia Universal Nº 14», bajo los principios de la Fraternidad, Justicia, Libertad y Progreso; con este gesto de acoger los versos del poeta como su más exaltado cántico, es prueba del alcance visionario de sus líderes, cuando el 20 de septiembre de 1963 la entonaron por primera vez como himno del colegio.
Al escucharlos, ambos son un canto libertario que cada que se cantan en los protocolos oficiales y demás instancias del encuentro cultural y la palabra son una reminiscencia del capital humano, del valor implícito del territorio sobre el cual caminan la juventud, los obreros y los ciudadanos del futuro, y les reitera su derecho a saber algo más sobre ellos mismos para mantener «valiente y generoso el corazón» y a defender unidos ese «charco de estrellas de un hondo lagar».
Esto es prueba de la irrefrenable vocación patria del poeta por reivindicar el valor del territorio y su subsuelo, el talante de su pueblo dignificado en el trabajo y el auto-reconocimiento de su identidad andina. Un himno patrio convertido en instrumento de reconciliación con sus valores patrios, su identidad como pueblo amigable y respetuoso, prueba de una clase dirigente capaz de pertenencia con su propio canto épico y capaz de liberarse de sus propias ataduras.
Esa canción de la poética es posible. Lo demuestran la gran variedad de poemas cantados que sobreviven en el tiempo a todo lo largo y ancho del planeta; caso del poema XXIX de Antonio Machado «Caminante no hay camino» que el catalán Joan Manuel Serrat convirtió en exitosa pieza musical; o el poema «Vencidos» de León Felipe, del mismo cantautor, o el «Te quiero» de Mario Benedetti.
La lista es larga. La encabeza el poema: «A un gato» de Jorge Luis Borges, convertido en canción por Pedro Aznar, e igual sucede con los himnos de la América que antes de serlo son poemas con ese tinte épico y ese ritmo requerido de compases. Otros poetas que al mismo tiempo son compositores son el español Joaquín Sabina o el canadiense Leonard Cohen, ganador del premio Príncipe de Asturias de Literatura 2011.
Los versos, su forma y contenido van mutando y heredándose de poema a poema, de poema a canción, de generación a generación, de siglo a siglo, y se instalan en el imaginario colectivo donde los poetas y compositores buscan las ideas e intentan reelaborar con su sello personal esas palabras.
Para el caso de la poesía cantada de Colombia, al igual que «la canción hablada», de los cuales el poeta Julio Flórez Roa (1867 – 1923), fue su principal inspirador, están el tema «Cuando lejos muy lejos», grabado en la voz de Víctor Mallarino, y «Mis flores negras», un pasillo compuesto en 1903, al calor de los vinos de la Gruta Simbólica, claro ejemplo de que por este medio es más eficaz la conexión con el imaginario colectivo.
Esto explica por qué la poesía de Julio Flórez ha pasado de generación en generación en la forma de pasillo para la audición en cámara, en aires de bambuco de concierto o en canciones de cantina y serenatas. Un ejemplo de este hecho son «Mis flores negras», pues luego de ser interpretado en Ecuador por Alvarado y Safady, en 1916 (y en el que muchas versiones históricas le dan la autoría de la música igualmente a Julio Flórez), pasó a ser grabado por Carlos Gardel en 1922 (un año antes de la muerte del poeta).
Como paradoja, nuestro país vecino es la cuna del pasillo colombiano, ya que allí se hizo la primera grabación discográfica a cargo del dueto conformado por Nicasio Safady y Enrique Ibáñez, el primero de los cuales musicalizó igualmente otro poema titulado «Sobre las olas» e interpretó el pasillo «Mis flores negras» en varios registros discográficos que ya son parte de la memoria colectiva de estos pueblos.
«Mis flores negras» igualmente, lo grabó la cantante y actriz de cine, Libertad Lamarque, y el dueto Briceño y Añez (1924), en el disco Víctor N° 77050-A, entre muchos otros y prueba de su éxito en toda América Latina, son las múltiples versiones piratas que se han realizado desde entonces.
«Mis flores negras» fue compuesto de memoria por el bardo Julio Flórez ya que nunca fue editado como poema en ninguno de los libros publicados en vida del poeta, lo que resalta el valor implícito de la oralidad como recurso comunicativo entre las gentes y cantores populares del pasillo quienes lo fueron perpetuando de labio a oído hasta sin haberlo visto escrito tan siquiera, en aquellos tiempos de vida rural y analfabetismo.
Por eso es que la obra Antenor Samaniego es susceptible de convertirse en las canciones que él quiso quizás oír en los coros de niños y estudiantinas de colegios y universidades donde laboraba, o en los labios de su pueblo porque muchas de sus piezas parecieran estar escritas para eso, para el canto, para la pedagogía de la reconciliación del hombre con la naturaleza a partir del vals o el torbellino que le sirve de sustento, para la canción social influida en las posturas de vanguardia del discurso bretcheano, pero también para los ritmos festivos de los Andes donde la bella cholita es ese símbolo de la ternura donde se concentra esa búsqueda de la pasión del hombre por madurar adentro de la hembra.
He ahí al poeta de la diáspora que añora con nostalgia las coloridas florescencias a su ciudad natal: Sicaya, en estos versos que bien pudieran convertirse en tango, en nostálgico pasillo o vals, que aparecen publicados en su obra póstuma «Poemas de Otoño», en el mismo año del fallecimiento del poeta .
¿Dónde mis verdes pampas sicaínas?
¿Dónde esa vasta floración ardiente?
¿Dónde el tejado malva y esa gente
reunida en el plazón y en las esquinas?
Cielos azules, aguas cristalinas,
maizal dorado, trigo refulgente,
rebaños ante el oro del poniente,
palomas, picaflores, golondrinas…
Allí donde nacieron mis quimeras,
allí donde el amor marcó con fuego
mi andar de peregrino sin sosiego.
Allí donde mi voz, por vez primera,
se bautizó, teniendo de padrino,
al legendario arado campesino.
¿O qué decir de este alegre ritmo peruanísimo donde el espíritu del galanteo de un hombre enamorado, agradecido con la vida, se advierte en este lírico soneto del esposo, que a manera de manifiesto público le canta a su pareja?
Tengo también mi Ruth espigadora.
Procede del volcán y del sillar.
Flor núbil de campiña labradora
-fusión de sauce, de clavel y azahar-.
Es su alma rubio cáliz que atesora
luces de eternidad. Es cielo y mar
por donde voy, con ansia escrutadora,
divinas maravillas a explorar.
Modalidad la suya: a veces brisa,
a veces agua de escondida fuente.
Dulzura matinal es su sonrisa.
Cuando la vida mi ilusión abate,
con reposar sus manos en mi frente
me transfigura en león para el combate».
La poesía hecha bambucos y pasillos del colombiano Julio Flórez hizo ágil tránsito a los más baratos y sencillos cancioneros populares, tal vez por el hecho de que él también tocaba piano, violín, guitarra y tiple, y esa dualidad le permitió conquistar hasta la perdición el corazón de tantas damas con las que fue tan exitoso, y al igual a contertulios y bohemios y de los insomnes.
Esa sinergia con serenateros, trovadores, sujetos busca-la-vida e indecisos de un país atribulado por la guerra, y su presencia habitual en cementerios y cantinas, lograron el milagro de que sus poemas fueran aprendidos de memoria y declamados en las plazas y colegios y veladas pueblerinas, resultado de esa fuerte oralidad que existía entre las clases populares por aquellos tiempos.
De ese entonces, datan las composiciones del poeta Julio Flórez convertidas en bambucos y pasillos con sus respectivos compositores, así: «En qué piensas», de Adelaida Espinoza. «El diagnóstico», de Manuel Bernal; «Ocaso», y el vals «Sombras», de Pedro Pascacio y Jesús Morales Pino; e igualmente del compositor Pelón Santamarta están el bambuco «Al río» (o En el río), y los pasillos «Arráncame los ojos», «Gota de ajenjo», «Invierno», «Tanto me odias», además de los ya expuestos.
Las palabras de las canciones son tradicionalmente de versificación poética por lo que es erróneo utilizar el término para referirse a cualquier composición musical, y el vocablo correcto de «canción», hace alusión es una composición para la voz humana. La canción es un registro de la memoria colectiva. Por sus especiales características, que incluyen en sus tonos y requiebros la preservación de las emociones y sentimientos humanos, resulta ser un testimonio del pasado aún más completo y revelador que la escritura.
Por ello, ninguno de los más densos volúmenes de los cronistas de la América podrá transmitirnos la elevación del lirismo de los Incas o de los sabios trovadores de la nación maya, de mejor forma que como llega a nuestras más sensibles fibras, sus nostálgicos poemas o sus cantos ataviados de ignotas ocarinas y demás instrumentos de caña o hueso. Por ello, ninguno de los papiros iluminados de los alquimistas podrá transmitirnos la elevación espiritual del hombre medieval de mejor manera que los cantos corales de la música gregoriana.
Y esa clase de momentos es la que pudo haber vislumbrado nuestro poeta visionario del «País inefable», Antenor Samaniego, como quiera que sus preocupaciones pedagógicas querían ir más allá de los muros de los claustros donde se impartía conocimiento sino que, así como lo procuró con sus recursos y sus propios medios esa titánica tarea de proveer de textos escolares a la juventud peruana, su afán fue más allá con la poesía, el ensayo, el texto literario y el libreto de teatro Bertoltbretcheano.
Samaniego no pudo ver materializado ese temprano sueño de que sus «Canciones jubilares», lograran conectar a las generaciones que le precedieran en el tiempo con los valses andinos, los himnos y las estudiantinas. Y a fe que su discurso es ahora más vital que como lo fue en aquella convulsionada época de dictaduras e ignorancia en la que se debatía la nación.
Prueba del talante y convicciones está su obra «El fuego lacerante», (Editorial Universo, Lima, 1970), que de por sí, como gran título, hace alusión a ese cautín del latonero para soldar estaño con que el artesano pulimenta junto al cobre, las campanas, lacera esa noble aleación del bronce y esmerila, una a una, sus imperfecciones, igual que con el cautín de su palabra enjuicia al poderoso y al canalla por su mezquindad y sus bellaquerías.
PRIMERA PARTE: EL FUEGO LACERANTE
CURRICULUM VITAE
Yo soy el que les habla: soy un hombre
que vive para el verso y no del verso.
Un solitario más. No pertenezco
ni a argollas ni capillas ni cenáculos.
Estoy gustoso con mi libertad
y con mi rebeldía más aún.
Jamás mi lengua destiló la baba
del corredil; por el contrario de ella
salieron furibundas invectivas
contra el servil, el comodín y el déspota.
No sé incensar a nadie, sólo al justo,
o al émulo que, como yo, trabaja
con raros materiales tropológicos
o música embrionaria, por ejemplo.
Yo soy el que les habla:
mediano de estatura y no muy grueso.
Surgí de la pobreza y soy burgués
(jamás me avergoncé de confesarlo).
Sufrí, pero callé los sufrimientos
y numerosos males padecidos.
(…)
¿Mi profesión? No viene al caso. Soy
doctor en herejía, licenciado
mayor en dudas, bachiller en crítica.
Mi drama es interior y mis vivencias
son de profundos claustros, no de calle
ni plaza ni oficina. De político
no tengo ni la punta del cabello.
(Perdóname, Aristóteles). No cuento
tiempo de más para acudir a gremios
ni sindicatos donde predominan
voraces lobos y corderos dóciles.
De no ser por el verso, yo sería
el más perfecto inútil. Hace tiempo
me echaron de la silla burocrática;
(los jefes deberían en los muros
Colgar avisos grandes que dijeran:
«Aquí no se permiten idealistas»).
(…)
Me amenazó la vida con sus golpes
y casi me aplastó. Sobreviví,
contuso, mal herido, haciendo plaza
de simple profesor en los colegios.
¡Doy gracias a la tiza y la pizarra!
¿Doy gracias a los libros de los clásicos!
Siendo el Perú de intrigas y artimañas,
de compadrazgos y de celestinajes
(disculpen la expresión), permanecí
muy lejos, imaginándome a propósito,
huyendo del festín y del reparto
y mandando a rodar a los imbéciles.
Mi toga inmaculada de poeta
jamás fue salpicada por el lodo;
jamás doblar pudieron mis rodillas;
jamás lograron inclinar mi frente.
Con toda dignidad pulsé la lira,
no para miserables alabanzas,
sino para lanzar violentos rayos
sobre la torpe sien de los canallas.
Y si gimió mi canto algunas veces
o se vistió mi cólera de rosas,
fue sólo por amor. Tuvo la carne
de Venus la virtud de enloquecerme
para besar sus muslos delirando,
para invadir su ser a puro fuego. (…)
EL SIGNO LINGÜÍSTICO
En el verso de Antenor Samaniego, y en el de todos los demás poetas que nos antecedieron, habita esa piedra roseta, esa llave maestra, ese signo lingüístico entretejido o quizás mimetizado entre las líneas de la figura y el asombro con el cual intentaron comunicarnos algo a sus demás congéneres en el tiempo, más allá incluso de sus propios límites cronológicos para «matar la muerte».
En ese signo lingüístico radica el misterio de las comunicaciones polisémicas de la verdadera poesía. Allí están los diferentes campos de significación para que el lector vaya a esa fuente y los delecte. Con justificada razón y pertinencia el fundador de la lingüística moderna, Ferdinand de Saussure, señalaba que «El signo lingüístico dice lo que dice, dice lo que no dice y dice más de lo que dice», y si un texto poético cumple con estas exigencias, éste será una pieza digna de los anaqueles de la literatura.
La poesía está considerada como la síntesis de todas las artes, y en ello está la prolífica obra del poeta sicaíno Antenor Samaniego con su calenda a veces sutil y polisémica, a veces nostálgica e iracunda.
EL OLVIDO
Las sociedades condenan a veces a sus poetas a la lepra, la lepra social, cuando éste las desnuda y descorre el velo, demasiado humano, de sus vidas íntimas, sus mezquindades y sus inmerecidos privilegios. Dicha condena no es lo mismo que el repudio, el vilipendio, la blasfemia o el exilio.
Se sonríen con él pero se cambian a la otra orilla del camino o al doblar la esquina se percatan que olvidaron las llaves de la casa en la tienda o la panadería para evitarse el misterioso toque de su mirada cósmica. Y tampoco invitarían al poeta para departir con ellos en la mesa. Ese es el destino del poeta.
Que conste, que Antenor Samaniego fue un poeta respetado entre los suyos porque, primero que todo, era un señor, y era el maestro de la escuela y se había hecho merecedor a varios galardones literarios, pero su poesía librepensadora no fue siempre comprendida o acogida por los intelectuales y dirigentes de su época.
Y aún algunos no olvidaban que en octubre de 1948, durante el levantamiento del Callao cuando las universidades del país se convirtieron en el blanco de los cañonazos, un grupo de jóvenes intelectuales fueron señalados como terroristas y encarcelados por los agentes del gobierno, y un manto de sospecha cayó igualmente sobre el grupo de los «poetas del pueblo», dentro de los cuales figuraba el recién casado poeta Samaniego.
Y para el año de 1955, cuando en medio de todas las solemnidades se conoció el himno del colegio masón Concordia Universal de su autoría, de nuevo volvió a ser señalado por los prelados y los grupos de poder de los más altos círculos, por su evidente relación intelectual con los postulados de dicha organización secreta fundadora del colegio.
Para entonces, ser masón significaba ser «ateo», y poco después significó ser «comunista» luego de que el comandante guerrillero Ernesto «Che» Guevara, logró derrocar la dictadura de Batista en Cuba y dejó a su coequipero Fidel Castro a cargo del proyecto de la isla (1959), lo que contó con la inmediata simpatía de las clases populares del resto de los países suramericanos.
De ahí que con el poema al guerrillero y otros tantos, raro sería que el poeta Samaniego no hubiera incluido en las carpetas de la policía secreta de la ciudad de Lima, o en el Comando Sur apertrechado en el Canal de Panamá o hasta en el mismo Washington.
De ahí que las sociedades, entre ellas esa clase media, hija de un estado laico, mojigato y sin criterio, se solidaricen con los grupos de poder y en consecuencia condenen a veces a sus poetas a la lepra social por el sólo hecho de pensar distinto, que no es lo mismo que el repudio, el vilipendio, la blasfemia o el exilio, como ya lo he dicho. Esa lepra social es lo mismo que el olvido.
Por eso, a sabiendas que el poeta Samaniego no temió a las mafias literarias como aseguran sus propios prologuistas ni aduló jamás a críticos ni a editores, y jamás escribió un verso que no estuviese refrendado por su propia vida, bien podríamos pensar que esta vertical y diáfana actitud pudo haberle granjeado la animadversión de sus más cercanos adversarios trayendo con ello la conseja y acaso también la indiferencia.
Y para terminar, recordemos que el poeta Julio Flórez fue también objeto de la más seria amonestación por parte de la Iglesia quien condenaba con el fuego del infierno el acto del suicidio, por haber pronunciado en el sepelio del poeta José Asunción Silva (1886), una elegía cuyos versos fueron considerados blasfémicos por el señor obispo de Bogotá, y le dieron lugar al exilio disfrazado por parte del gobierno.
» ¡Bien hiciste en matarte! Sirve de abono,
y, a la tierra fecunda… Si no hay clemencia,
para ti, nada importa: ¡yo te perdono!»
De ahí que si la consigna de este encuentro es esa de «matar la muerte» con las lenguas de fuego de la poesía, primero hay que creer en el poeta para reivindicar su obra, hay que abordar su pensamiento en la lectura de sus textos, y hay que entender, sin desengaño, que la función social de su poesía pudo haber estado a la espera de un momento como éste, y una generación después de haber partido, cuando la sociedad hubo digerido sus contradicciones y estuvo lista para amarlo, confrontarlo y revivirlo.
¡Antenor Samaniego Samaniego, está aquí, vivo entre nosotros!
NOTA:
*Este trabajo fue presentado en el IV FESTIVAL INTERNACIONAL DE POETAS: «Antenor Samaniego», realizado en el departamento de Ancash, provincia de Huari: «Ventana Cultural del Ande», noviembre 2012. Julián Chica Cardona es un destacado poeta, escritor, historiador y gestor cultural colombiano, ganador del XXVIII Concurso Nacional de Novela Ciudad de Pereira 2011, con su obra «Mi querida enemiga».