Julio Galarreta Gonzáles, en su libro «EL PERU EN SUS CREADORES LITERARIOS», Lima Perú, 1989, p. 183, Antenor en mi recuerdo) le dedica a Samaniego estas palabras, donde destaca su labor docente y espíritu siempre dispuesto a enseñar y luchar.

«Alcides Spelucín, Abraham Arias-Larreta y Antenor Samaniego, tres nobles poetas peruanos, cuya entrañable fraternidad me llegó, inicialmente, por la iridiscencia cautivante de la poesía, pues los conocí como poetas antes de conocerlos como hombres. El intrínseco mensaje humano de Antenor me llegó en aquellos versos suyos publicados, en la década del 40, en compartida edición con Sebastián Salazar Bondy y, más adelante, en los Cuadernos de Poesía del grupo literario Poetas del Pueblo. Fue una tarde de diciembre de 1954, siento yo profesor en el Colegio Superior, en Lima, cuando por vez primera estreché la mano de Antenor Samaniego y tuve ante mis ojos su imagen de hombre andino, vital, efusivo, en cuyo aspecto físico –en ínsita armonía con el habla y el gesto- advertíase una personalidad formada por ecléctica e integradora simbiosis del hombre terrígeno y del hombre citadino, personalidad que, en sus esencias, se ha proyectado tanto en el quehacer humano de su cotidiana existencia como en la multifacética obra de su creación artística.
En aquella ocasión compartimos momentos de mutua información coloquial respecto a nuestras actividades políticas y docentes y a las instancias espirituales de nuestro pasado inmediato, intercambiando nuestras creaciones literarias; la mía, a la sazón muy parva, pues mi haber bibliográfico apenas contaba con un folleto juvenil, un libro y artículos dispersos en periódicos y revistas. Después, esporádicamente volvimos a reunirnos en fortuitos encuentros o en actos culturales metropolitanos. Mas cuando ingresamos a profesar en la Universidad Nacional Federico Villarreal en 1962, por razón de nuestra especialidad y de similares inquietudes, el frecuentamiento de su amistad fue más y más estrecha cada día; permitiéndome durante este lapso de más de 20 años, confirmar, en lo esencial, la impresión primera que en mí dejó la personalidad de Antenor, en quien el hombre se ha realizado primordialmente en función de magisterio. Y es que Antenor Samaniego, el hombre y el maestro, antes que dicotomía diversificadora eran dualidad unitiva e integradora. Tal pude comprobar en la presencia recurrente y renovada de su inquietud didascálica como creador de textos escolares y universitarios, en sus meditaciones centradas en la realidad educativa nacional, así como en la teoría y la praxis de la enseñanza de la lengua y la literatura, a la que, como autor, dio aporte significativo. De allí que en todo cuanto pensó y proyectó y realizó en los predios educativos, siempre hubo notable y señera confluencia de calidades humanas y virtualidades magisteriales. Por eso, sin duda, sus vigilias atormentadas con dudas y desencantos al sentirse inmerso en una realidad peruana, y, dentro de ella, la universitaria, la de nuestra diaria y directa experiencia, tan vulneradas y deterioradas por la injerencia distorsionante de ineptitudes, defectos y vicios vitandos. Recuerdo que solía decirme, comentando mi apasionada adhesión a Gonzáles Prada y a Abelardo Gamarra: «Necesitamos que estos varones remuevan la conciencia nacional con su verbo lapidario y su cívica ejemplaridad». Y también solía decirme, refiriéndose a nuestros esfuerzos por evitar que nuestra Universidad se hiciera cada vez menos Universidad: «Sería Doloroso, cuando nos corresponda retirarnos, dejar una Universidad que no se haya reencontrado con la prístina motivación de su natividad…» Ciertamente muy doloroso, pero tú, Antenor, no has padecido ese dolor, pues la muerte dejó incólume tu esperanza de una Universidad recreada con los genuinos anhelos de sus fundadores. Ojalá pueda llegarte, con albricias, el mensaje de tu esperanza cumplida.
Esta manera suya, muy de su idiosincrasia, de pensar y de actuar en un mundo hostil y nada edificante, se expresa con lírica belleza y franqueza varonil en estos versos insertos en su Fuego Lacerante:
«Me amenazó la vida con sus golpes
y casi me aplastó. Sobreviví,
contuso, mal herido, haciendo plaza
de simple profesor en los colegios.
¡Doy gracias a la tiza y la pizarra!
¡Doy gracias a los libros de los clásicos!

«Siendo el Perú de intrigas y artimañas,
de compadrazgos y celestinajes
(disculpen la expresión), permanecí
muy lejos, marginándome a propósito,
huyendo del festín y del reparto
y mandando a rodar a los imbéciles!

Antenor Samaniego nos ha dejado la enseñanza viva de cómo forjarse una situación personal y familiar, económica y socialmente sólida y respetable. Nos ha enseñado a forjar un seguro porvenir, utilizando el talento creado con trabajo, esfuerzo, desvelo, honradez y perseverancia. Así lo declara, rememorando sus privaciones de ayer, en lírica estrofa del mismo libro:

«y ahora que, después de ayunos mil
y golpes mil, empiezo a levantarme
merced a mi trabajo fierro a fondo,
mis noches de quemarme las pestañas,
mis días de toser sanguinolento,
mi tiempo de llorar ocultas lágrimas,
mis décadas de alzar entre las manos
mugrosas, en añicos, mutilada,
la efigie inmaterial de la esperanza…»

Y esa esperanza, señuelo de una vida, llegó como realidad iluminante al hogar Samaniego Ramos, donde la felicidad compartida dio justo relieve al aporte esforzado e invalorable de Ruth, la mistiana esposa de Antenor, quien supo secundarlo con inteligencia, nobleza y tenacidad en todas las instancias de su vida familiar proyectándose solidariamente en el corazón de sus hijas, Silvia y Doris, frutos de su amor.
Asimismo, Antenor reconoció siempre que la fuerza espiritual que operó –cuál mágico impulso-, en toda empresa destinada a realizar sus ideales, le vino del sentimiento del hogar y del terruño, ya que uno y otro, vivenciados permanentemente en su mismidad, diéronle en los actos decisorios de su vida rumbo e inspiración. De allí que una de las tristezas que agitaron su espíritu en el tránsito doliente de su enfermedad, fue, precisamente, la añoranza telúrica y hogareña, a la que uniéronse, ahondando su martirio, las visiones torturantes de la orfandad familiar y de proyectos literarios inconclusos. A este relente de angustia acumulado en su espíritu, se unió el padecimiento físico de su irreversible dolencia. Y, en Antenor, a quien acompaño, aun en las horas finales de su agonía, la reciedumbre de su carácter, sólo en momentos supremos de hondo y conflictivo batallar, el humano dolor se vertió en lágrima furtiva, en dramática imprecación como ésta, escrita en uno de sus últimos poemas:

«Me ha llegado el dolor. ¿De dónde vino?
Es un señor adusto, recio, grave.
Tiene el semblante de ángel asesino.
El me atraviesa con su acero fino.
El es todo un león, yo sólo un ave.
¿Qué puede un colibrí con un felino?»

Pero un colibrí, enfrentándose al felino, en unamuniana lucha por la sobrevivencia, voló bajo los cielos de la esperanza, luciendo con su genio poético la multicromía iluminante de la ilusión y saturando su mundo circundante con el trémulo canto enternecido de su amor a la vida. Por eso, en nuestros corazones, Antenor Samaniego, poeta, escritor y maestro, seguirá siendo un canto a la vida, a la vida total y eviterna».

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