Aquella noche, víspera de la fiesta del Apóstol Santiago, hubo leva en el pueblo.El gobernador y su equipo de subalternos se encargaron de encerrar en la chirona unas tres o cuatro docenas de mozalbetes pendencieros y badulaques. Entre ellos estaba Jacinto, famosísimo en la parroquia, aparte de su afición a los zumos de la uva y de la caña, por la endiablada digitación que sabía poner en las cuerdas de la guitarra.

Más manso que un corderillo de leche, cayó en el redil sin glorias de qué jactarse. Y quienes a tiempo olisquearon las intenciones nada buenas que se traía en el morral el dignísimo emisario de la ley, en menos de un santo y amén se pusieron a buen recaudo, buscando la complicidad de la campiña y sus naturales parapetos y escondrijos. Los sabuesos del mandamás no dejaban pulgada sin perdón ni misericordia. En nombre de la ley violentaban las cerraduras o se introducían por los corrales desafiando la ira de los perros colmilludos y vociferantes. A Jacinto, que huía luego de fallida una más de sus andanzas amatorias en casa de Petronila –gentil bronce estatuario en punto de caramelo – lo sorprendieron en una de las bocacalles. Creyendo que se trataba de una pesada broma o una sucia jugarreta de sus presuntos rivales, dándoselas de gallito se enrazó al principio y quiso, con gimnásticos movimientos, repartir merecidos a diestra y siniestra; pero un mandoble de bastones sobre el hombro y un brutal patadón en la región coccígea, le hicieron comprender que se las había no con mozos de su calaña sino con las mismísimas autoridades lugareñas.
-¡Téngase quieto, so huanaco o le hacemos tragar los dientes como píldoras! ¡Está usted ante la ley y obedezca y no se exponga a que le hagamos tortilla!
Manazas recias y rabiosas, en un rápido ir y venir de golpes, neutralizaron sus ímpetus juveniles. Quedóse quieto, tratando de horadar con la mirada las pringosas cabezas de los emisarios de la ley. Y ante la ley no había peros que poner. Lo maniataron con extraña rapidez y lo condujeron, camino al calabozo, para echarlo en medio del cuartucho pestilente que servía de cárcel o mazmorra. Allí, bajo el toxífero manto del humo de los cigarrillos que se consumía sin descanso y el incisivo olor amoniacal que se escurría sin tregua, pasó el resto de la noche, tiritando, dando diente contra diente, sin poder pegar las pestañas, maldiciendo la hora de su nacimiento y, más aún, requintando incesantemente a la adorada culpable de quien no pudo extraer ni astilla del gajo de placer con que soñara siempre.
Durante el día hubo escaso movimiento. No se veía transitar, como otras veces, las figuras orondas y petulantes de los mozos pandilleros. Deslizábanse sólo, encorvados y cejijuntos, hombres ya medio machuchones, bandadas de bulliciosos rapazuelos y mujeres de vistosos faldellines tintoreros. Por momentos, desatábase la lengua en aquéllos y unos y otros se daban gusto comentando en torno a los recientes acontecimientos. La mayor parte de estos rústicos labriegos se dirigía a la iglesia parroquial o a la casa de la alcaldía a fin de obtener la partida bautismal o de nacimiento de sus vástagos enchironados, porque entre éstos habían muchos a quienes aún no les pintaba la barba y, por ende, no estaban en la edad indispensable como para empuñar el máuser o la bayoneta del servicio militar obligatorio. Bastaba mostrar los tales documentos a las rancias autoridades para que éstas, con ceño duro y tajante rictus, se dieran el lujo de liberar a los detenidos. Otros abandonaban los muros carcelarios merced a sus libretas de conscripción militar. Sin embargo, a pesar de toda la andanada de conjuras y requerimientos de índole jurídica, quedó entre rejas una considerable cantidad de muchachos que frisaban no más arriba de veintidós abriles. Burgomaestre, juez, gobernados, tenientes, tinterillos y toda esa ralea de oligarcas aborígenes avezados a la succión de la sangre popular en campañas de tal juez, permanecieron sordos e inconmovibles a todas las súplicas y adulaciones de los pobres labriegos que se aproximaban al despacho gubernamental, humildes, rabo entre piernas, con las torpes manos dando vueltas y revueltas al burdo y mugriento sombrero de lana.
Los hijos de los mandatarios, como era uso consagrado en la parroquia, gozaban de prerrogativas. Despectivamente pasaban ante los campesinos alardeando una arrogancia mal aprendida y peor ejecutada. Estiraban el cuello, sacaban pecho y enronquecían la voz como para hacer sentir su dinástica e infame superioridad que Jacinto, hijo del pueblo al fin, cortaba con ruidosos escupitajos que lanzaba ante el paso de los presumidos.
El gobernador, un cholo aderezado en los clandestinos institutos del servilismo y la artimaña, una botija en vez de abdomen, pómulos salientes y ridículos mostachos que nunca conocieron la navaja, había ordenado que los rehenes pasasen a su despacho para dejar constancia de la legitimidad de sus papeles.
– ¡Aquí manda el Gobierno y san se acabó¡ ¡Al que me alega mucho o me viene con vainas, lo zampo a la cárcel o le mando rajar el lomo a palazo limpio pa que aprenda a respetar a la autoridá- había sentenciado más de una vez el terrible mandamás a todos los que se le aproximaban en demanda de reconsideración.
– ¡La ley es la ley! – Gruñía y paseábase de extremo a extremo en su habitáculo, antes dormitorio, golpeándose la bota con el foete o haciendo crujir sus dedos regordetes que parecían ubres de vaca.
– Si no quieren venir por las buenas, por las malas entonces. Hay que enseñarles a ser hombres a estos rosquetoncitos de a dos por medio pa que aprendan a servir a la patria. Ustedes, señores, no me entren en vainas. No se dejen comprar con unas cuantas lagrimitas. A cumplir mis órdenes.
Ante tal consigna, que los sabuesos del orden consideraban estupenda para sus deseos de despernancar a los que se gloriaban de listos y pendejos, los valientes tirapalos se desparramaron por todos los rincones de la comarca, jurando por su madre, por Dios y por la patria dar estricto y fiel cumplimiento a las gubernamentales ordenanzas. A los que pretendieron vender cara su derrota, les sobajaron el copete a bastonazos en el lomo y patadas en las posaderas.
– ¡Ya sabrán conchudazos de m … lo que es disciplina!
Continuaban llegando aún de los lugares más apartados. Accha Rúraj y Auquis Puquio seguían proveyendo buenos contingentes. Llegaban los levados con las manos atadas a la espalda, jadeantes, sudorosos, los cabellos apelmazados y en desorden, sin zapatos, la ropa en jirones, orinados y malolientes, con un cansancio animal, rota y despedazada la dignidad humana.
Los ancianos, tímidos y temblecones en su mayoría, rogaban con palabras entrecortadas: que fulano es el único varón de la familia, que perencejo está convaleciente de la terciana que pescó en la costa, que mengano padece de chacho por haberse quedado dormido al pie de un mal árbol, que zutano está en tratos con los padres de la Domitila por haberla preñado, y que esto y que lo otro… En tanto las mujerucas, madres embrutecidas por la coca y los tentetiesos del pegador marido, lloraban y moqueaban silenciosamente como extravagantes plañideras de suburbio. Algunas, las más desoladas, se arrastraban de rodillas hasta las proximidades del ejecutivo y, abrazándose a sus gruesas botas de cuero, le prometían servicios gratuitos en las faenas agrícolas, le decían papacito lindo, angelito de Dios, bienaventurado, pero el malvado permanecía imperturbable, agestado, con cara de demonio, esperando que sus esbirros despejasen esos bultos lacrimosos como sólo ellos sabían hacerlo: arrastrándolas de las trenzas o pateándolas en las regiones glúteas.
– ¡No vengan a fregar, indias pestíferas! ¡Lárguense de aquí o también las zampamos a la cárcel!
Los chiquillos que habían seguido a sus madres, al verlas deshacerse en un mar de lágrimas, prorrumpían en lastimeros alaridos. Sólo permanecían indiferentes las criaturas de pecho, que más semejaban andrajos humanos colgados de los fláccidos senos acanelados.
– ¡Y, ya, arréen a estas pollerudas a la calle o al corral! ¡Me llenan la casa de pulgas y piojos! ¡Rápido! ¡Rápido!
Jacinto, por primera vez, sintió ganas de vomitar. Era el asco que le causaba el rostro tumefacto de aquel hombrecillo alcoholizado que tenía por comitiva al miedo y la adulación.
Dos tenientes, armados de sendos bastones de lloque, hacían de centinelas a la entrada del zaguán.
– Hay muy pocos documentos en regla, señor gobernador.
– Ya me lo suponía. Esto comprueba, una vez más, el abandono en que viven estos manganzonazos de m…Ustedes, viejos alcahuetes, tienen la culpa. Les dan escuela y colegio ¿y que aprenden estos hijos de cuerno? ¡Nada! ¿Son frutos de la educación el vagar por las calles como perros sueltos, el cantar serenatas en las esquinas, el emborracharse hasta el cien, el no ayudar a los padres que se embrutecen en las faenas, el faltar el respeto a las autoridades, el cortejar a las mujeres –solteras o casadas- con palabras que dan asco, el asaltar las alcobas y clavarles si no son hijos chancro y gonorrea a las pobres cholas y a las indias indefensas?… ¡Contesten!… ¿Van a permitir que esta cáfila de imbéciles se cague en la moral cristiana y desmorone nuestra organización? Se convoca a trabajos públicos, y ninguno de estos zánganos acude… ¡Ustedes, viejos ignorantes, los consienten! ¡Ustedes sí que empuñan el pico y la pala y están todo el santo día dale que dale, sudando la gota gorda, reventándose los bofes, mientras estos chuchomeconcitos, pañuelos de seda al cuello, clavelitos en el ojal, periodiquitos bajo el brazo y cigarritos en la jeta, no hacen más que caminar pa arriba y pa abajo, gastando la suela de los zapatos que a ustedes les cuestan los pulmones, y no pensando –si es que eso es pensamiento- sino en fregar a todo el mundo y a quienquiera… Pues, bien. No voy a ser yo quien permita tales desbarajustes. Si en buena o mala hora se me dio la vara de la ley, mi deber de ciudadano es hacerla respetar… Con que, todos aquéllos que no tienen sus papeles en regla, irán a cumplir el servicio militar. Y déjense ya de lloriqueos. Estos que ahora salen como ovejas descarriadas, volverán hechos y derechos, convertidos en hombres de bien y de provecho. Ya verán ustedes y me lo agradecerán.

«Esta verborrea no es sino una cortina de humo para ocultar las porquerías de su alma», pensó Jacinto. «¡Qué falso! ¡Qué falso! ¡Y no haber hombre e pelotas para reventarle el gollete!» Forcejeó las manos amordazadas, tragó saliva, cerró los ojos y sacudió enérgicamente la cabeza como para ahuyentar de ella ciertas ideas salvajes que, como pájaros centellantes, se le arremolinaban dentro. Ardía en deseos de irrumpir, de impugnar la opinión del falsario haciéndosela tragar como una vomitadura, de imponer su voluntad y sentar, ahí mismo, de inmediato, plaza de mozo rebelde y sin cuartel. «Es inútil…Una locura… Al menor intento, me caerán encima los malditos garrotes de estos chupamedias y en un tris y tras me convertirán en masacote». En efecto, ahí estaban los nudosos bastones de chonta y las horribles miradas de saurio de sus dueños impertérritos, decididos a romperle el alma al mismísimo Satanás.
A una señal dada por el gobernador, movilizáronse los custodios lugareños, quienes, vociferando palabrotas y ciertos ademanes que precedían intenciones nada saludables, empezaron a arrear hacia la calle a cada uno de los integrantes de la futura carne de cañón.
Desde la oficina gubernamental –una antigua casuca de adobes a la orilla de la plaza- hasta el hórrido lugar donde en vida, bajo la inclemencia del frío y el penetrante aguijón del mal olor, se purgaban las culpas por quítame esta paja, fueron haciendo méritos los alguaciloides del ajo que querían granjearse la voluntad del mandarín de marras. ¡Qué labia tan enjundiosa para escupir ajos y cebollas! Este, que conocía como a la palma de su mano la vida y milagros del fulanito, le recordaba a cada rato y a voz en cuello la concha de la madre que lo había parido; ése, que se sabía de paporreta y de pe a pa las mil y una mataperradas de menganito, le juraba que al menor indicio de insubordinación, de una sola patada le haría ver la cara de don Judas: aquél, que se jactaba de no ser menos ducho en el conocimiento del prontuario de zutanito y a quien nadie podía jorobarle la paciencia en su perra vida, le amenazaba con reventarle la virilidad para ejemplo y escarnio de tantos truchimanes, hijos de la gran pu…ñalada.
Los rehenes fueron lanzados en el calabozo donde los esperaban otros tantos. También allí, a los extremos de la portezuela, encargábanse de la vigilancia dos esbirros que el mismo gobernador escogiera de la retahíla de rastacueros que merodeaba por su despacho. A mucho ruego de las indiecitas pollerudas, alcanzaban, a través de la hendija de la puerta, los paquetones de fiambre, calentitos aún y despidiendo aromillos incitantes, envueltos en mugrientas servilletas, llamando a cada uno antes por sus agnomentos que por sus nombres de pila. Muchos de los familiares, rodeados de olisqueantes curiosos ávidos de espectáculo, se apiñaban junto a la entrada, unos lanzando cáusticas vociferaciones, otros vomitando negras y hediondas palabrotas.
Llegó el padre de Jacinto. ¡Qué grandote que era! La chusma, vista la presencia del recién llegado, le abrió paso y sofrenó su atropellado vocerío. Traía el hombre el semblante demudado. Barba y patillas, semejantes a una musgosidad nigérrima y brillosa, guarnecíanle la pinta matonesca, confiriéndole un aire enigmático, propio más bien de santo o de loco. Acercóse hasta donde estaban los severos guardianes y pidió hablar con su hijo. Al momento obedecieron éstos. Tratábase nada menos que de uno de los recalcitrantes opositores de los mandones de turno. Era – como se decía en la jerga lugareña- un hombre de pelo en pecho y de armas tomar. No había peros que ponerle encima. Con su voz que solía enardecerse en defensa de la verdad y la justicia y su actitud de caudillo – casi un patriarca- rebelde y nada pusilánime, había hecho tambalear en más de mil oportunidades a los usufructuarios del poder pueblerino. Era un látigo cruel, resonante y mortífero, sobre la serviz de esos rufianes y comodines, hijos de la genuflexión y el latrocinio, que, año tras año, solían arrastrarse hasta las puertas de la prefectura, llevando entre manos gordísimos pavos, tiernos lechones y cabritos maltones, en mendicancia de los suculentos cargos públicos.
– Señores, quiero que se dé inmediata libertad de mi hijo.
– ¿Tiene autorización del gobernador?
– -¿Autorización? ¿Por qué?
– Sí, mi señor don Mamerto. El ha dejado dicho que sólo los que tengan sus papeles en regla o los padres o apoderados que traigan una orden escrita…
– Conmigo, déjense de vainetillas y suelten a mi hijo ahora mismo.
– De ninguna manera, señor.
– ¿Cómo que de ninguna manera, lacayos de miércoles? Ustedes y toda esa manada de borrachines que son el juez, el gobernador y el alcalde, distorsionando la esencia de la ley o interpretándola antojadizamente, han atrapado a cuanto mozo hay en el pueblo con el propósito insano de negociar su liberación.
– Eso, dígaselo al gobernador y no a nosotros que estamos limpios de polvo y paja… Y, hablando de Roma, he aquí él que se asoma…
Todos giraron el rostro hacia donde había señalado uno de los guardianes. Era, en efecto, el gobernador. El mandatario, pálido el rostro, cejijuntos los ojos y despótico el talante, venía, foete en mano siempre, latigueando a intervalos la polaina deslustrada.
– Señor – dijo de pronto el correvedil que tenía el uso de la palabra- Don Mamerto acaba de decir –y es testigo todo este público- que se ha capturado indiscriminadamente a cuanto mozo hay en el pueblo, a fin de negociar con su libertad.
El mandarín se detuvo en seco y miró furtivamente a don Mamerto.
– ¿Es verdad que usted ha dicho eso?
– Así es.
– ¿Y cómo quién se atreve a lanzar semejante infundio o es que está usted borracho?
– Señor gobernador, ni estoy borracho ni soy mentiroso alguno para lanzar infundios contra nadie. Toda palabra que yo digo tiene fundamento.
– Oiga usted, aún es tiempo de que retire sus palabras. Hágalo inmediatamente, frente a este público ante el cual acaba de lanzar semejante herejía, o me veré obligado a hacerle pedir perdón de rodillas.
Avanzó hasta ponerse cerca de don Mamerto.
«Ahora sí que se arma la jarana!, pensó la chusma y, fascinada por el repentino sesgo de los acontecimientos, se retiró prudencialmente, dejando libre el área en que contendían las antagónicas figuras de siempre. Estaba ahora ávida de procurarse de una de esas lindas emociones que sólo paladeara en los comicios nacionales para Presidente de la República.
– Señor gobernador, primero me parta un rayo antes de verme arrodillado ante un puerco como usted.
– ¿Qué ha dicho usted, so carajo?
– Lo que acaba de oír.
De frente, silbando en el aire, como surgido de las entrañas de un ciclón, cayó el foetazo en el rostro de don Mamerto, pese a que éste hiciera un rápido esguince. Se manchó de rojo la entreceja de la víctima. Un eléctrico murmullo sacudió el silencio del público. Desde dentro de las rejillas, se oyó la voz de Jacinto:
– ¡Perro! ¡Desgraciado! ¡Hijo de la gran flauta! ¡Abra usted la puerta para sacarle la mugre!
Jacinto sintió que la voz se le ahogaba en un mudo y que los ojos se le velaban de lágrimas.
– ¡Usted no se dedica sino a fregar toda la vida! –prosiguió la estentórea voz del gobernador- ¡Friega aquí, friega allá y friega en todas partes! ¡Usted es un elemento pernicioso y negativo! ¡Su sitio está en el Frontón y no en estas benditas calles de Dios! ¡Amárrese la lengua y déjenos en paz, déjenos trabajar por el bien y la prosperidad de estas pobres gentes! ¡A qué estar metiendo cizaña donde reina la armonía! ¿A qué estar dividiendo padres e hijos!— ¿Qué es lo que se propone, pedazo de cojinova?
– ¡Oiga gobernazuelo, si en realidad es usted un valiente, deje esa cojudez y dirimamos esto en un campo de honor, hombre a hombre, como Dios manda, y con el arma que usted crea conveniente!
– ¡Basta ya, pelotudo, y no hable estupideces!
– ¡Le digo que suelte el foete, rosquetón de mi..!
El gobernador que se sintió aplastado por las últimas palabras, perdidos los frenos que lo contenían y todo rojo de ira, lanzóse como un bólido, blandiendo a diestra y siniestra el brazo agresor, dispuesto a acallar a esta terrible alimaña de sarcasmo y vilipendio. Los dos cuerpos se confundieron en una sola masa furiosa, diabólica, siniestra. La violencia fue a estrellarse contra la sagacidad, y de pronto, en el aire, como aspas grotescas, patalearon los brazos y las piernas del gobernador y el pobre, como si fuera un estropajo, un irrisorio muñeco de cabellos hirsutos y boca sanguinolenta, fue a caer, atolondrado, ridículo y astroso, a los pies de sus propios alquilones.
– ¡A matarlo! ¡A matarlo! – vociferó en el colmo de la desesperación.
Y comenzó una bolina de subidos quilates. Pedradas y bastonazos, bofetadas y mordiscos, arañazos y patadas protagonizaron una bárbara epopeya más digna de Ercilla que de Homero. Chontas y lloques, cayeron sin misericordia y con furor diabólico, arrancaban desgarradores quejidos, paralizaban la locomoción de los agresores o, cumpliendo su misión macabra, rodaban por el suelo vencidos y agotados por el implacable ardor que los esgrimía. Mucho mejor era la tarea que las piedras cumplían. Iban con precisión matemática, ni no a la simiesca crisma de los contendientes, hacia sus mostachudos hocicos y, al propio tiempo que les quebraban la dentadura, les destrozaban la boca haciéndoles manar abundante sangre. En todas partes se escuchó el desgarrarse de las camisas de tocuyo, el mancharse la boca de blasfemia, el mancillarse el honor de las madres y el maldecir hecho escupitajo y veneno. Nunca antes en el pueblo había hallado el insulto un terreno propicio. Reinó como una diosa salvaje y sacudió sobre todas las cabezas sus rayos demoledores. Disparado salía de cada labio y se clavaba en el alma como una saeta emponzoñada produciendo escozores inextinguibles.
Cuando la tremenda gresca iba ya degenerando en atroz carnicería y las piedras colosales respiraban ya el hálito de la victoria tras el desesperado repliegue de los garrotes, hizo su aparición la ruidosa cabalgata en que venían los otros dignatarios del lugar: el alcalde, el juez, el párroco. Y no venían solos. Los escoltaban los prominentes del pueblo: vueludos sombreros de jipijapa, multícromos pañuelos de seda al aire, camisas de lana a grandes cuadros, recias botas de cuero duro y, sobre todo, unas esbeltas acémilas de piel reluciente, de ojos vivísimos y joyantes, tascando los húmedos hierros de la brida y salpicando, a cada soplo, blancos espumarajos encima de la trifulca que ya se recogía hacia las paredes ante el temor de ser aplastada por las equinas herraduras.
– ¿Qué pasa aquí, amigo gobernador?- preguntó el alcalde poniéndose al mando del grupo que lo acompañaba.
Un mamarracho surgió de en medio de la multitud. Ni foete ni chaqueta ni sombrero que dignificasen la figura, sino más bien mechones de cabellos hirsutos chorreados de salivazos, una camisa retaceada y sanguinolenta, conatos de moretones hacia los pómulos, eran ahora las características del pocos minutos antes gallardo dignatario del poder ejecutivo.
– Este don Mamerto, el facineroso de siempre, ha venido a alzar a la gente contra mí que soy la encarnación legítima del gobierno. Cerciórese por sus propios medios. Vea a mis hombres todo apedreados y maltrechos.
– -Oiga, don Mamerto –intervino el alcalde- usted es un revoltoso de profesión…
– Un momento, señor alcalde –interrumpió el aludido.
– No hable usted, por favor, don Mamerto. Bien lo conocemos todos. Es usted un sujeto muy peligroso y se maneja una lenguaza endemoniada y criminal. El sitio en que va a hablar usted es la prefectura. Con que, vaya preparando su equipaje.
– ¡Abuso!
– ¡Abuso!
Eran los gritos de los jóvenes del calabozo. Sonaron pateaduras en la puerta.
– ¡No nos provoquen más! –prosiguió el alcalde- ¡Todos estos señores están armados como yo! – extrajo su revólver y lo lució ante la vista de los circunstantes. – ¡Hace buen tiempo que nuestras pistolas están en ayunas de sangre! ¡No quiera ser la de ustedes la que sacie la sed de estos cañones! ¡Váyase cada cual tranquilo para su casa! ¡Y ustedes –señaló a los varapalos- amarren duro a este pendejo! ¡Esta misma tarde, conjuntamente con los levados, saldrá para Huancayo!
– ¡Señor alcalde, fíjese bien en lo que está usted haciendo! – protestó don Mamerto.
– ¡Oiga usted, don señorón de la gran flauta, yo sé lo que hago! ¡Y no es usted quien va a dictar normas a un hombre de mi naturaleza!
Un murmullo de desaprobación aleteó en los labios de los circunstantes. Dentro de la carceleta siguieron sonando voces y golpes.
– ¡Entren allí y májenles los traseros a esos desgraciados para que se callen! – sentenció el burgomaestre y batió las riendas de su cabalgadura como para irse.
El grupo de serviles que rodeaba al gobernador fue hacia donde el padre de Jacinto a cumplir las órdenes del alcalde.
– ¡Quietos ahí, lacayos de miércoles! ¡Al primero que se atreva a tocarme le vacío el mondongo!
El alcalde, que ya se iba seguido del gobernador y su comparsa, sofrenó al solípedo, diose una rápida vuelta y espetó estas palabras:
– ¡Óigame bien, don bellaco del cuerno! ¡Usted armó esta trocatinta y es justo que purgue su delito! ¡Le acuso de rebelión política y, en tal virtud, ordeno que se le aprehenda y se le procese!
– ¡Señor…
– ¡Qué señor ni que jeringa! ¡Esto se acabó y no proteste o, de lo contrario, le haremos papilla en menos de lo que canta el gallo!
Extrajo de nuevo su revólver, disparó al aire y apuntó al cuerpo del insurrecto.
– ¡Atenlo y échenlo en el calabozo!
Don Mamerto, indócil, por naturaleza y rebelde de nacimiento, se defendió como una fiera; pero de nada le sirvió la belicosidad de que hizo gala ante la descarga de bofetadas y palazos de parte de sus captores. Sangrante, pálido de rabia y con hematomas en el semblante, fue reducido a la impotencia y, poco después, lazado al estercolero que servía de calabozo.
La siniestra comparsa de poderosos desembocó en la plaza y se encaminó a la tienda de don Balucho, no lejos de allí, en medio mismo de la cuadra y, celebrando su pobre triunfo con bestiales risotadas y barbotando frases denigrantes contra el indefenso al que acabaña de humillar, se entregó a colmar la barriga pantagruélica con el rubio contenido de los frescos porrones de cerveza.
– Hay que borrar del mapa a esta gente levantisca.
– Por imbéciles, que vayan a pudrirse en el Frontón.
– No es posible que estos lobos pastoréen el rebaño. ¿No es cierto, padre?
– Bien dicho, hijo mío. La historia nos dice que antaño, a los herejes de esta ralea, se les achicharraban en la hoguera. Ahora, con esta democracia blandengue, se les deja respirar a sus anchas, permitiéndoles, inclusive, echar las semillas del odio y del mal en la conciencia tranquila de gentes pacíficas como la nuestra, que sólo quiere saber de la herramienta de trabajo que le proporciona pan y alegría, como lo quiere el Señor.
– ¡Bravo! ¡Así hablan los hombres!
– ¡Hermoso discurso, padre! ¡Bellas y sabias palabras!
El señor párroco, entusiasmado por la aprobación de los que le rodeaban, carraspeó, pasóse el ápice de la lengua por los ribetes del labio, abrió los brazos como en sus mejores pláticas y prosiguió:
-Señores, son ustedes testigos de mis prédicas contra los disociadores. En esto soy implacable enemigo y seguiré siéndolo pese a quien le pesare. No seré yo quien permita el brote de la cizaña en los predios del Señor., Hay que poner atajo al mal antes de que como una sierpe constrictora nos ahogue nos venza. Que no se aprovechen de la libertad estos enviados del infierno. Cortemos de raíz las plantas torcidas y echemos al fuego la siembra de Satanás…
-¡Bravo! ¡Bravo!
Y hasta muy entrada la tarde menudearon los vasos de cerveza. Los cigarrillos sucedieron a los cigarrillos. Y esos hombres de rostros enrojecidos, de ojos adormilados y pupilas saúricas, abrazábanse furtivamente, casi tambaleándose, mezclando entre sí sus penetrantes tufos alcohólicos. Con voz pespunteante y borrachona, cantaban, macerando las palabras, hipo tras hipo, ciertos aires lugareños, infiriendo bárbaros atentados a la pureza del folklore y a la moral pública, ahora silenciosa y yacente en la maltratada persona de don Mamerto.
-¡Bravo!
-¡Bravo!

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