En una casa, no muy lejos del pueblo, vivían dos mujeres: madre e hija. Eran dos figuras contrastantes. Aquella, ya entrada en años, tenía el rostro seco y apergaminado. Su larga e hirsuta cabellera hacía tiempo que se había declarado enemiga del peine. Sus ojos, sobre todo de noche, refulgían con un brillo extraño y terrible. Un oscuro atavío, semejante a una mortaja, cubría su cuerpo escuálido y casi transparente. Su extremada palidez se aproximaba al color del cardo. La gente –y no sin razón- le guardaba un miedo de padre y señor mío: el miedo, el mismísimo miedo que se siente ante las furias desatadas del infierno.
La hija, así como la luz del alba contrasta de la lobreguez de la noche, se singularizaba por su figura juvenil y esbelta. ¡Qué delicado el andar! Semejaba un venadillo dulce. Sus ojos grandes, guarnecidos en un primoroso estuche de pestañas negras y relucientes, derramaban en torno instantes de candor y placidez. Todos la querían. Eran muchos los jóvenes que suspiraban por ella: tenían partido el corazón. ¿Por qué inaudito milagro o arte demoníaca aquella infeliz mujer, engendro del abismo, había dado lugar a una de las más bellas concepciones angelicales? Nadie podía explicarse. Así como odiaban secretamente a la vieja, amaban silenciosamente a la bella joven. Sí, odiaban a la arpía, la odiaban de muerte porque, según los insistentes comentarios del pueblo, había pactado con el demonio., La aborrecible sierva oficiaba de negra sacerdotisa. Las noches de los martes y los viernes, dícese que acudía a las sesiones infernales. Los perros, al verla remontarse por los aires, semejante a un harapo maldito, aullaban lastimeramente hasta estremecer el corazón de la misma tierra. Esa vieja había hecho de su casa un tabernáculo de Satanás. Allí sentíanse horripilantes graznidos de gallinazos y chillidos de murciélagos. Allí, en confusión macabra, se amontonaban calaveras humanas, esqueletos de serpientes, ollas de olor azufrado, piedras misteriosas, hierbas hechiceras y extrañas escrituras antiguas. Allí, gentes de toda ralea, perdidas por el pecado y el vicio, acudían en búsqueda de curación a sus males sin nombre.
La hija, en cambio, como si ignorara las actividades diabólicas de su madre, se dedicaba al cuidado de sus animalillos domésticos. Un par de carneritos blancos, de enternecedora mansedumbre y mirada infantil, acudían a recibir de sus manos los frescos cogollitos de la alfalfa tierna. Las aves de corral –pollada alharaquera y polemista- batiendo sus alas blanquinegras, arremolinábanse en torno suyo, esperando que cayeran de su delantal los dorados granos de maíz o las verdes tirillas de lechuga. Los conejos y los cuyes, de ojos como rubíes incrustados, en aterciopelado armiño, aguaitaban, hocico en alto, arremetiendo sus agudos silbidos en la paz silenciosa de la casa.
El hijo del señor alcalde se enamoró de ella. Era éste un joven de paladar demasiado exigente. Altivo siempre y de gustos que habrían dado que envidiar al mejor rey, no había puesto nunca los ojos sobre la persona de ninguna mujer. Sólo al conocer a la bella muchacha de la casa brujeril, creyó que un rayo del sol se había posado en su corazón. A pie o a caballo, hallábase merodeando de continuo por los alrededores del nido donde vivía la paloma. Ya las noches no eran noches ni su cabeza era su cabeza. La autora de sus días, la primera en descubrir los secretos sufrimientos de su hijo, le rogó dirigiera los ojos a otros puntos más convenientes. Hízola ver que su adorable quitasueño no era sino la pobre y bellaca hija de una vieja imbécil e ignorantona; que con ella quedaría deslucido todo su porvenir; que más le valiera morirse antes de verse enredado a las patas del demonio. Pero el hijo del alcalde, si bien contaba con un oído sano y perfectísimo, no quería oír por nada del mundo ni los consejos de su madre ni las amenazas de su progenitor.
-¡Está embrujado el mequetrefe!
– ¡Qué pócimas del diablo le habrá dado la vieja bruja!
-¡El hijo del alcalde está enamorado hasta la remaceta!
-¡Le han dado a beber leche de burra con cebo de culebra!
Estos y otros adefesios corrían de boca en boca.
El hijo del alcalde era correspondido. La moza, que también tenía su corazoncito, había olvidado un poco sus fáciles quehaceres hogareños. En vano el huso de hilar la esperaba botadita sobre el poyo de la cocina. En vano asomaban sus cabecitas los conejos y los cuyes esperando las jugosas hojas de la alfalfa. En vano los carneros albos rodeaban la encantadora figurilla de la que se habían acaramelado tanto. La muchacha, desde que el sol rodaban amortajado entre púrpuras luminosas sobre el lejano dorso de los cerros, se estaba siempre, tarde tarde, sentada a la puerta de su casa, dulcemente ensoñadora, sin que pudiera perturbarla el metálico y misterioso ruido del casquento malagüero o el lloriqueo de las aguas fugitivas del puquio que existía al pie de los alisos de su casa.
-No te me vayas a ensartar con ese calapetrinche hijo del alcalde- habíale advertido la voz sibilina de la viaje, persuadida de los escabrosos asuntos que estaba viviendo la Filomena. (Así se llamaba la flor de sus entrañas).
-Me tinca el corazón que ese bicho te quiere de mala manera. Créeme, hija, ése está hecho en la misma horma de su padre. Es un maldito taparaco. Chupa la sangre de sus víctimas y se manda jalar pa´ otros predios. Ándate con tiento, guaguallay…
Sobradas razones o previsiones de vieja zahorí habían iluminado el alma en tinieblas de la pobre anciana. En efecto, casi alueguito de sus advertencias, la prenda querida fue raptada por el maldito taparaco. Hubo chismorreo en todo el pueblo. La gente se hacía babas saboreando los picantes mejunjes del escándalo. La vieja se sumió en un mar de ayes y de lágrimas. Sola y al borde de una total invalidez, ni siquiera contaba con un adarme de fuerza para procurarse algunas piltrafas alimenticias. Y, como era tan grande su fama de sierva demoníaca, nadie se atrevía a socorrerla. Por otro lado, de la amartelada pareja de palominos no se tuvo noticia por mucho tiempo. Pero cierto día los murmullos facinerosos comenzaron a percutir las entendederas del pueblo. Ente muchos de los aderezos que eran del agrado del paladar de las comadres chismosonas, éstos eran los preferidos.
-Se muere la vieja pécora porque no hay quien le sirva su manjar preferido: corazón de gente.
-La Filomena, cada vez que la bruja se tiraba pa´ muerta, se convertía en lechuza y se iba a los cementerios a arrancarles el corazón a los cadáveres frescos.
-Dicen las malas lenguas que dejaba sus ojos envueltos en algodón pa´ ponerse los de un cuy en vez de los suyos y de ese modo poder mirar mejor en medio de las tinieblas.
– Ahora la vieja mundicia, con una prenda del mequetrefe ha hecho un muñeco y le ha metido alfileres en lugar de los ojos pa´ que el descachalandrado se quede ciego.
La valiente hazaña donjuanesca había llegado a su término. La inexperta muchacha volvió a su querencia, no sin llevar en su piel lisa y morena las amoratadas huellas de una tunda de padre y seños mío. Desde ese día el llanto fue su único refugio.
-Te lo había advertido, ingratonaza del cuerno –decíale la vieja-. Te la chupaste por malacabeza. Bien merecido lo tienes. Yo, tan escarmentada en estos achaques, te lo decía por ciencia y por experiencia. Confórmate, pues, ahora y sobrelleva tu malavida.
Pero, madre al fin y aunque tildada de mujer de malas pulgas, se condolía del tristísimo drama de su hija. A altas horas de la noche, mientras la moza velaba sus dulces y amargos recuerdos, se encerraba en su misterioso gabinete y, con rezos guturales al alma de San Cipriano, aspersiones de líquidos hechiceros, sahumerios de hierbas raras, y extravagantes ademanes cabalísticos, llamaba incesantemente a los espíritus del mal. Estos, obedientes al conjuro, aparecíanse en medio de terribles y extraños ruidos. Apagábanse las velas, chirriaban las puertas en sus enmohecidos goznes, arrastrábanse cuerpos informes en la oscuridad y esparcíanse por el ambiente malignos olores de estiércol y de azufre. La vieja, toda pontifical, toda transfigurada, realizaba los mágicos rituales arrebatada de un entusiasmo loco.
El mismísimo alcalde dio el grito de alerta. El engreído picaflor de su casa, aquel pícaro tenorio del que tanto se ufanara en medio de sus afamadas borracheras, se había quedado ciego, sí, completamente ciego. Gritó, pataleó, blasfemó como nunca antes lo había hecho. Hasta lágrimas salieron de sus ojos crueles y empedernidos. Su corazón de padre gimió y lloró superando la silenciosa consternación de su cónyuge. Para qué quería la vida sin la integridad física de su bien amado vástago. Para qué.
-Se ha loqueao el señor alcalde.
-Qué vociferaciones que echa, Dios Santo.
-Hay que ser de piedra pa´ aguantarle tamañazos insultos.
-Razones no le faltan. El cabronazo de su hijo era la mismísima niña de sus ojos.
-Tan engreío que lo tenía al badulaque. No consentía que ni las moscas se le pararan encima.
Estos y muchos otros comentarios se desataron en torno al drama pueblerino. La figura del alcalde comenzó a adquirir fabulosas proporciones. Aseguraban que, de la noche a la mañana, se le habían secado las entrañas y que el diablo se había entronizado en su persona para hacerse sentir en toda su potestad. Y sólo se ocupaban de los desdichados actos que la ira inspiraba al pobre alcalde; no de sus aflicciones ni desvelos de padre amoroso, ni de sus trajines a la capital en procura de oculistas y cirujanos, ni de las ardientes lágrimas que resbalaban a lo largo de sus mejillas para perderse en el esposo bigotal que guarnecía sus labios autoritarios.
Por otro lado, la madre de la Filomena ya no conocía el sueño. Cadáver viviente, aún tenía valor para decir:
-¡Ándate, guaguallay, lejos, bien lejos, adonde no te pueda alcanzar la mano del alcalde! ¿Qué esperas a mi lado? Sal, corre, vuela. Tú puedes toavía encontrar la salvación que el cielo a mí me niega. Yo ya estoy condená y así condena me tengo que morir.
-¿Por qué has tenido que hacerle daño, mamitay? ¿Por qué precisamente a él?
-El bien llama al bien; el daño, al daño. El muy tuno, semejante a un cernícalo, no hizo otra cosa que raptarte pa´ luego de hartar sus malos caprichos botarte como a cualquier estropajo. ¿Por qué han de tratarnos como basura estos sucios blanquiñosos? Una, por más pobre diabla que sea, tiene su dinidá.
-Devuélvele los ojos, mamitay. Así engañada y desvalida como me ves, le quiero, le quiero más que a mi misma vida.
-Ándate lejos, guaguallay. Cualquier día de estos viene y te pisa como cucaracha. Yo me quedo. De mí que hagan escarnio o guano o leña. No me importa, guaguallay. ¡Vete! … ¡Vete! …
La hija no quiso entender. Y caro, muy caro le costó el aferrarse a su terquedad. Cuando llegaron los alguaciles del señor alcalde a fin de cargar con ella y la vieja, de nada le valieron sus fogosas amenazas ni sus negras maldiciones. Ni lágrimas ni súplicas pudieron conmover el corazón de piedra de esos hombres de ley. Y madre e hija, con los cabellos resueltos y la ropa hecha jirones y pálida la color que les habían impreso el miedo, fueron llevadas, casi a rastras, al centro de la población. Una pira ardía en medio de la plaza. Gruesas ramas retorcidas unas como ofidios en orgiástica danza, ásperas otras como escamas en neurótico espasmo, alimentaban la famélica voracidad de las llamas que lanzaban al cielo sus siniestras espirales empurpuradas.
Ya la gente novelera se había apoderado de los contornos de la plaza y, toda compacta, como un monstruo gigantesco que mueve alocadamente sus innumerables cabezas, daba gritos de alegría alrededor del árbol ígneo que les iluminaba el rostro con un resplandor sangriento y salvaje. Madre e hija comparecieron rígidas y mudas ante el cadalso que las esperaba. Daban pena. Manos irresponsables se habían enseñado en vejar esos cuerpos indefensos. El semblante de la bruja estaba desfigurado por los moretones y las fuentes de sangre que habían brotado de las heridas. La hija, si bien no tenía huellas de haber sido golpeada, mostraba a los ojos ávidos de los mancebos la tersura y morenez de sus formas esbeltas.
-¡Echen al fuego a esas endemoniadas! – ordenó la voz del alcalde.
Y madre e hija fueron lanzadas en medio de las zarzas infernales. Ni siquiera se escucharon sus gritos de desesperación. De pronto un penetrante olor a carne achicharrada invadió toda la plaza. La gente gozaba con el espectáculo. Gritos desacordes, risas histéricas, vivas a Cristo y mueras al demonio salían hirviendo de sus roncas gargantas. No habían tenido oídos para captar las maldiciones de la hechicera. Si alguien hubiera podido recoger alguna sílaba de la predicción siniestra que contra sus verdugos y enemigos había lanzado la vieja bruja, nadie acaso habría perecido en las aguas fangosas del huayco que otra luna nueva después, a eso de la media noche, se desató traidoramente para barrer con todos los moradores de aquel pueblecito serano ubicado al pie mismo de las montañas.
FIN