II.

Y decirle a nuestra fe derribada, decirle,
y ahora decirle como yo:

que se hubo caído de la más alta cima
como si hubiera roto tan de súbito el sol,
como si hubieran ya tocado a muerte las campanas,
como si de improviso dieran –¡hora de la muerte!-
como si ya me hubieran llamado de la noche.

Haberla buscado en la pureza dormida del silencio.
Haber hallado la ceniza de tanta soledad, tanta catástrofe,
haberla perdido en el vientre desnudo de la niña
y haberme quemado el alma en un sollozo,
y quedarme en la doliente plenitud de las rodillas
en el trance de contener la fuga de la sangre,
en el intento de acabar los ojos tras los párpados…

Hube sentido la tristeza, la tortura, y la angustia
de la ceguera,
del nocturno extravío del ave desolada…
¡oh, de caminar sobre zarzales ardiendo!
¡oh, de mirar y no saber a dónde!
¡y llevarse la mano al pecho y sorprender una herida!
¡y amar el eco muerto de la voz humana y necesaria aún!
¡llorar sobre el cadáver de la palabra mutilada!
¡y sin tregua explorar todas las zonas de la sangre!
¡y mirarse uno mismo muerto, inmóvil, como la imagen
dilatada de espanto al fondo del estanque adormecido,
como la sombra en los cristales yertos de los ojos,
como el dominio de la pena sobre el mundo,
como la nada!

Para haber merecido la total soledad se han quebrado
los lirios y camelias junto al fuego del beso
y la mirada bella y fatal como guadaña de cristal.
Tornaron ataviadas de luto las dulces golondrinas.
Las barcarolas del ensueño se ahogaron en olvido
y el mismo júbilo crepitó a fuerza de su propia llama,
cayó trastabillando
regando el vino intenso de su alma de amapola.

del que como yo se muere avizorando otras riberas.

¡Ay, del hombre nacido como yo!
¡Ay, del triste con agujas de sal en la garganta!
¡Ay, del encadenado, que aún camina, aún,
cayéndose y cayendo hasta encontrarse en la ceniza
de un hubo sido nada,
cayéndose y cayendo como palabra muerta!
¡Ay, del silencio crucificado de labio a labio!
¡Y la sangre no emancipada de sus víboras!

Que la hoz del pecado cortó la albura de los lises.
Que el instinto es de mil y fuego.
Que humaredas de incienso y mirra la ilusión.
Por el éxtasis sorprendido en la dulzura del suplicio,
por la ausencia del grito, la anemia de la carne,
por los ojos poblados de tenebrosidades
y el amor coronándose de mirtos y de llanto inútil…
heme aquí florecida la carne de tristeza,
heme aquí con el alma hecha selva de heridas…

Cuando quise decir mi primer verso
ya estaba a muerte del dolor herido.
¡Oh, las palabras bautizadas en sangre!
¡Ay, de la lengua mía: candela y sal de angustia!

¡Ponedme aquí la mano donde la vida puso la dentadura!
Estoy de pie, siempre de pie; fuerza es que diga
sabed, yo soy la herida subsistiendo a la muerte!

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