Yo soy el que les habla: soy un hombre
que vive para el verso y no del verso.
Un solitario más. No pertenezco
ni a argollas ni capillas ni cenáculos.
Estoy gustoso con mi libertad
y con mi rebeldía más aún.
Jamás mi lengua destiló la baba
del corredil; por el contrario de ella
salieron furibundas invectivas
contra el servil, el comodín y el déspota.
No sé incensar a nadie, sólo al justo,
o al émulo que, como yo, trabaja
con raros materiales tropológicos
o música embrionaria, por ejemplo.
Yo soy el que les habla:
mediano de estatura y no muy grueso.
Surgí de la pobreza y soy burgués
(jamás me avergoncé de confesarlo).
Sufrí, pero callé los sufrimientos
y numerosos males padecidos.
Un poquitín de huraño y muy escéptico
y casi un resentido. La cabeza
vencida por calvicie prematura;
la piel, rojiza a veces; otras pálida.
Los ojos breves, donde la tristeza
halla el mejor asilo. La mirada,
esquiva, desconfiada; más parezco
mirar adentro (hay tanto que explorar)
Por lo común, inmóvil; sensitiva
porción de arcilla. Visto con decencia;
a veces me descuido (los domingos).
¿Mi profesión? No viene al caso. Soy
doctor en herejía, licenciado
mayor en dudas, bachiller en crítica.
Mi drama es interior y mis vivencias
son de profundos claustros, no de calle
ni plaza ni oficina. De político
no tengo ni la punta del cabello.
(perdóname, Aristóteles). No cuento
tiempo de más para acudir a gremios
ni sindicatos donde predominan
voraces lobos y corderos dóciles.
De no ser por el verso, yo sería
el más perfecto inútil. Hace tiempo
me echaron de la silla burocrática;
(los jefes deberían en los muros
colgar avisos grandes que dijeran:
«Aquí no se permiten idealistas»).
No pude ser ni rueda ni polea
ni cupe entre guarismos económicos.
Materialmente nada he producido;
crecí, desarrollé como un intruso
aislado y torvo: un árbol sensitivo
pero no hiedra; hormiga y no serpiente.
Me amenazó la vida con sus golpes
y casi me aplastó. Sobreviví,
contuso, mal herido, haciendo plaza
de simple profesor en los colegios.
¡Doy gracias a la tiza y la pizarra!
¡Doy gracias a los libros de los clásicos!
Siendo el Perú de intrigas y artimañas,
de compadrazgos y celestinajes
(disculpen la expresión), permanecí
muy lejos, marginándome a propósito,
huyendo del festín y del reparto
y mandando a rodar a los imbéciles.
Mi toga inmaculada de poeta
jamás fue salpicada por el lodo;
jamás doblar pudieron mis rodillas;
jamás lograron inclinar mi frente.
Con toda dignidad pulsé la lira,
no para miserables alabanzas,
sino para lanzar violentos rayos
sobre la torpe sien de los canallas.
Y si gimió mi canto algunas veces
o se vistió mi cólera de rosas,
fue sólo por amor. Tuvo la carne
de Venus la virtud de enloquecerme
para besar sus muslos delirando,
para invadir su ser a puro fuego.
Y voy así: Quijote a mi manera,
luchando contra el monstruo pantagruélico
que es mi país. Hay hábitos y vicios
más que las úlceras de un leprosorio.
La atmósfera moral que se respira
mata más que la propia bomba atómica;
la juventud se arrastra envilecida
por drogas y guitarras electrónicas;
los ancianos plutócratas vegetan
tras levantar palacios al dios Dólar;
la metralleta, el sable y las polainas
imponen el temor y no el respeto;
justicia, gloria, amor, poder, fortuna,
todo se compra con el vil dinero;
hasta la misma religión, oh, Dios,
se dobla de rodillas ante el César.
Y voy así: Quijote a mi manera,
curando enfermos y enmendando entuertos;
¿cómo cantar entonces al crepúsculo
si están mis pies hundidos en la sangre?
¿cómo encerrarse en torres de marfil
si entra por todas partes el clamor
de Biafra yde Viet Nam y de Manhattan?
¿Cómo entonces cantar bellaquerías?