Mi señor Don Quijote. La carta—ésta que escribo –
la hago después de haberte buscado en toda España.
Te he buscado entre tanto trajín y esta maraña
de pueblos y de gentes con las cuales convivo.
Sólo has sido una sombra creada por un loco.
Eres el Caballero de la Triste Figura.
Nadie sigue tus pasos ni el Bachiller ni el Cura.
Te he buscado en los templos. No te encontré tampoco
A pesar de los siglos, nadie ha tomado en cuenta
tus prédicas ni ejemplos. Sigues pasando en balde.
En tus barbas se ríen el ventero, el alcalde.
Te escupe el malandrín… La ramera te afrenta…
Entuertos, injusticias… ¡reino de mercaderes!
La fortuna, el poder son dos terribles dioses
que cercenan cabezas con sus siniestras hoces:
cabezas inocentes de niños y mujeres…
Mi señor Don Quijote, prosigues siendo el mismo:
visionario, idealista, pálido, hambriento, triste.
¿Por qué jamás sonríes? Dime ¿Por qué elegiste
ser redentor habiendo tanto fariseísmo?
¿Por qué siempre has de estarte recorriendo caminos?
¿Qué buscas entre el mucho lodo que te salpica?
¿Por qué blandes la espada? ¿Por qué enristras la pica?
Esos no son gigantes sino simples molinos.
Solo, sin más alianza que una hermosa locura.
Detrás el pobre Sancho, noble y fiel escudero.
Y los dos, al pasar el angosto sendero,
sois la imagen ridícula de una triste aventura.
Te tengo mucha pena, pero también te quiero.
Semejas ser el mismo Jesús, el nazareno
o Francisco de Asís, el seráfico, el bueno
que entre tantas tinieblas ardió como un lucero.
¿Qué ojos fueron los tuyos, mi señor Don Quijote?
Cuántas cosas veías se transformaban solas.
Las heridas purpúreas o rosas o amapolas
eran para tus ojos ¡Oh hijo de Lanzarote!
Un poeta, el más grande poeta de la tierra.
La divina metáfora fue a alojarse en tu mente.
Por eso, más que hidalgo, fuiste un raro vidente.
Fuiste Apolo y no Marte: dios de sangre y de guerra.
Tras de cada aventura gozabas en exceso.
Las caídas y golpes te procuraban goces.
Eras, sin duda, el hijo dilecto de los dioses.
Zeus te daba lauros, pero Afrodita un beso.
Tú quisiste trocar en edén este infierno.
Jamás fuiste vencido. Es tuya la victoria.
Lo material, lo innoble son cosa transitoria.
En cambio el ideal trasciende hacia lo eterno.
Quien esta carta, Alonso Quijano, te pergeña
es un amigo tuyo, aunque del siglo veinte.
Y como tú, del mundo, dolor y angustia siente.
Y como tú, la tierra, sembrar de flores sueña.
Hoy que yerro en tus plazas, tus castillos, tus huertos,
deja que me aproxime junto a tu lecho abstracto
para tomar la espada y saltar en el acto
y echarme a recorrer a enderezar entuertos.