Escrito por Juan Ríos


Debo a la familia de Antenor Samaniego el privilegio de prologar este libro de mi generoso e inolvidable amigo. La presentación de «España en mi Corazón» y «Antología» me ofrece la oportunidad de tributar al hombre, poeta y catedrático el homenaje que merece por su condición
de digno ciudadano, fecundo escritor y abnegado maestro de cuarenta promociones de discípulos a quienes, con palabras y actos, impartió esenciales lecciones de estética literaria y ética vital.

Antenor Samaniego nació el 30 de agosto de 1919 en el distrito de Sicaya, provincia de Huancayo. En la Sierra –cuyo paisaje despertó su sensibilidad artística- comenzó y terminó los estudios escolares. Viajó a Lima; y en San Marcos obtuvo, entre otros grados académicos, el de Doctor en Educación. Desde entonces sumó el ejercicio de la docencia, en las principales universidades peruanas, a la incesante producción de una obra que Felipe Arias Larreta ha calificado de «Maratón gigantesco que se desborda en las playas de la poesía». Cuando pienso en su recta y laboriosa existencia, interrumpida el 5 de enero de 1983, recuerdo las viriles coplas de Manrique.

«…y aunque la vida murió,
nos dejó harto consuelo
su memoria.»

El primero de los numerosos galardones que jalonan la carrera literaria de Antenor Samaniego, fue el justo premio conferido -1942- a su tierna, delicada «Elegía a la Partida de José María Eguren»:

«Ahora, en qué región,
dónde estás, dónde yerras solitario:
qué rosa, qué león,
qué luz, qué itinerario
guían tu corazón de visionario…»

Acompañado de Sebastián Salazar Bondy, editó-en 1943- «Rótulo de la Esfinge». El opúsculo contiene seis textos suyos, uno de los cuales («Perfil») expresa temprana pero definitivamente su agónica, humanísima vocación creadora y el carácter a la par lírico y heroico de su poesía:

«…Y me siento como una gran herida en llamas
abierta en el costado izquierdo de la vida».

Dividido en dos partes («Poemario Lugareño» y «Ambito Costanero»), «Cántaro» –publicado en 1944- se inspira en la geografía física y social del Perú. Carlos Velit, sagaz prologuista del volumen, percibe un «símbolo espiritual de los nuevos tiempos en la actitud (…) de un hijo auténtico del paisaje andino (…) que baja de la serranía a la costa, de la cumbre al llano», para asumir en la capital de la república su responsabilidad de escritor y ciudadano, testigo y actor, en la obstinada lucha por la justicia, la libertad y la presentida patria:

«…canto para vosotros, colaboro
con mi voz libre y como el pan desnuda.
Para vosotros canto y reconstruyo
mis sueños, mi energía, mis latidos.
Por vosotros, hermanos, elaboro
este pan único de mi palabra
hecha en la levadura de mi sangre».

En 1948 la Universidad de San Marcos imprime «El País Inefable». En esta obra íntima, musical y penumbrosa, brotada del alucinado amor y del ensueño, Antenor Samaniego explora las secretas comarcas de su mundo interior o su nostalgia:

«De sí mismo el amor nace y perece
a tiempo que la música se advierte
ante la luz, salvada de la muerte
o huida del dolor que se padece…».

El prefacio de Yaraví – escrito en 1951- empieza por las siguiente palabras: «Trato en este libro de tomar lo sustancial del alma indígena: la expresión». Y concluye proponiendo a los autores peruanos la orgullosa tarea de «hallar una voz, aunque sea rota, pero propia». La fresca e inocente naturalidad de la canción que transcribo me parece buen ejemplo de los resultados obtenidos por Samaniego en su búsqueda poética de la identificación perdida del hombre con el paisaje de los Andes.

«La luna en la noche,
tú en mi corazón
como el rsulli rsulli
en el arenal.
Agüita de cielo,
flor de chihuanhuay,
oro de mi vida,
morena torcaz…»

Bajo el exacto título de «Oraciones y Blasfemias», Antenor Samaniego reunió en 1955 sus épicos cantos a Castilla y a Bolívar, una eglógica y varonil evocación de la vida y la muerte de Mariano Melgar, sus telúricas elegías a César Vallejo y a Felipe Arias Larreta, y los caudalosos versos que forman las series denominadas «Mar Petrificado», «Agonía Infinita», «Hazaña y Extasis» y «Alto Relieve en el Cielo». El poema más elevado y potente del volumen es sin duda el primero, cuyo «majestuoso desenvolvimiento» mereció el consagratorio elogio de José Jiménez Borja:

«Cuando yo te recuerdo, rememoro
sencillamente a Don Ramón, el hombre,
al hombre Don Ramón inerme y solo
poblando en vez de despoblar, creciendo
innumerablemente como el trigo;
al hombre Don Ramón domesticando
los siniestros caballos del desorden;
al guerrero civil de la palabra
contra el credo sangriento de la espada…»

Me complace citar un párrafo del certero veredicto emitido en 1954 por Aurelio Miró Quesada, José Jiménez Borja, Estuardo Núñez, Jorge Puccinelli y Rodolfo Ledgard, miembros del jurado calificador del concurso convocado en homenaje al caudillo que Palma llamó «Soldado de la Ley»: «Acordes en justipreciar los sobresalientes méritos del poema titulado «Canto a Castilla», de don Antenor Samaniego, lo consideramos unánimente acreedor al premio único instituido. Concebido en tensa estrofas de moderno sentido épico, revela un contenido rico en aspectos de positivo valor literario…»

En 1956 edita Samaniego «Odisea de Angamos». Compuesta de imágenes transfiguradas en rítmica sonoridad visible, la heroica elegía constituye auténtico monumento espiritual a la gloria de Grau:

«Padre nuestro que estás en todas partes
donde se diga cielo, donde se diga mar,
donde se diga patria, donde se diga honor.»

Cuatro años después aparece «Rumor de la Palabra Desgarrada», paroxístico autorretrato expresionista, cuyos violentos rasgos se confunden con la elemental, desesperada esperanza del Perú:

«Mi querer es como el viento,
nadie lo detiene, nadie.
Mi corazón es un cielo
para este viento tan grande.»

En el poema que, a manera de prólogo, escribió para este dramático libro, Mario Florián saluda al autor con fraterna admiración:
«Del peñón de tu pecho nace la poesía,
nace también, hermano, la maldición umbría;
unas veces tu lengua parece chirimía,
y otras, la rosa que habla, tambor de profecía…»

Estos versos valen bien la más inteligente prosa crítica; o, por mejor decir, sin duda alguna la superan en penetración y altura.

Las dos primeras partes de «Canciones Jubilares» (publicación de 1963) son alegres recopilaciones de estampas populares serranas y costeñas; la tercera –que Andrés Bello hubiera alabado- celebra amorosamente la típica flora de nuestro país.

«Plural vegetación que se acicala
cuando zagal el viento la enamora
con su arpa matinal de frescas alas».

Creo necesario mencionar literalmente un trozo de la carta de Julio Galarreta González que –en 1970- sirvió de lúcido prefacio a «El Fuego Lacerante», una de las obras más intensas y representativas de Antenor Samaniego: «En la lírica gama de este poemario, encontramos motivos que van desde tus íntimas inquietudes hasta los aconteceres y las vivencias originados por tu mundo circundante y por los eternos enigmas de la vida y del universo. De acuerdo con las motivaciones, los poemas varían tanto en la estructura estrófica cuanto en el tono, en el ritmo y en el movimiento de su interna concepción. Es así como la monotonía está ausente y, en cambio, la variedad temática y la diversidad métrica proyectan novedad y sugestión a las páginas del libro.»

«El Fuego Lacerante» no es en modo alguno retórico ejercicio de virtuosismo literario, sino resultado estético dela vital, agónica experiencia de un hombre a quien –como a Terencio- «nada de lo humano le es ajeno». Parafraseando libremente a Nietzche, me atrevo a decir que ha metido toda su sangre en sus poemas. Una clara estrofa, citada por el prologuista, define al autor y la obra:

«Al dar el corazón
doy un pedazo
de vida y vida dejo
en cada huella…»

En la medida que las normas de la transmutación poética permiten, no pocos textos del volumen son autobiográficos. Uno de ellos –recordado también por Galarreta- evoca la adolescencia sana y rural de Samaniego:

«Y me gustaba madrugar
de veras;
ir al establo
justo en el ordeño
y saborear la leche
en las tolveras,
o sentarme al fogón
cerca del leño…»

En «Curriculum Vitae» rememora duros años de pobreza y soledad:

«…crecí, desarrollé como un intruso
aislado y torvo; un árbol sensitivo
pero no hiedra; hormiga y no serpiente.
Me amenazó la vida con sus golpes
y casi me aplastó. Sobreviví,
contuso, mal herido…»

Y en otro poema .el más patético del libro- su angustia trasciende los límites personales:

«Tengo bajo mi pecho
el rostro mutilado de mi patria;
es un rostro colmado de gusanos,
comido y carcomido por las llamas
de algún dolor maldito y miserable,
corroído de innumerables ratas,
pálido y dulce,
(……………),
como un ángel de amor decapitado.

«Autumnario», impreso en 1977 por la Universidad Federico Villarreal, se compone de veinte sonetos que Eduardo Jibaja calificó de «magníficos»:

«Soy hijo del Mantaro, de la alta sierra fría,
donde el trueno en las nubes como cien toros brama».

Escrita en rítmicos versos de estirpe modernista, que constituyen quizás implícito homenaja a Rubén Darío, «España en mi Corazón», hasta hoy inédita, es la consecuencia poética de los viajes que Samaniego realizó en 1976 y 1981. Tanto o más que de emocionada contemplación de ciudades, pueblos, monumentos, museos y paisajes, las dos visitas tuvieron carácter de peregrinaje espiritual a las fuentes del idioma, de la «divina sangre» del idioma.

«De ti lo que más amo, sobre el arte y la historia,
es la lengua sonora de Quevedo y Cervantes…»

Abundan en el volumen –como variaciones de un grandioso tema, singularidad y no obstante múltiple –los nombres de quienes en diversas épocas («no mueren la luz ni la palabra») ofrecieron fidedignos testimonios de la nunca exhausta vitalidad del castellano: Berceo, el «dulce Garcilaso», Teresa («rosa mística avileña»), Fray Luis de León, sereno y sabio:

«…pensé que dentro del claustro te hallaría,
severo el ceño, grave la mirada.
Y estabas transmigrándote en el viento,
(……………………………………………………………)
para que hubieras versos de la nada».

A los poetas mencionados se unen Góngora, Larra, Bécquer, Pereda, Unamuno («vasco sublime»), Antonio Machado, Azorín, Valle Inclán y Juan Ramón Jiménez:

«¿Lo reconoces, viento?
¿Cielo, lo reconoces?
(………………………….)
¡Mozas de Andalucía, traed cestas
de flores rosa que él amaba tanto!
¡Traedle el clavel, la yedra, el amaranto…»

Figuran también –en el libro exaltado y resonante- los personajes reales o imaginarios de la literatura, la historia, el teatro y la leyenda: El Cid, Jimena, Boabdil, Isabel la Católica, Colón, que «ensanchó la geografía», Melibea, Don Juan, Doña Juana la Loca, Cortés, «la indómita Laurencia», Inés de Vargas, el fanático Felipe Segundo, Galatea, la Gitanilla, Platero («llevando en el hocico alguna rosa», Rocinante y su amor («visionario, idealista, pálido, hambriento, triste…»).

«Solo, sin más alianza que una hermosa locura.
Detrás el pobre Sancho, noble y fiel escudero.
Y los dos, al pasar el angosto sendero,
sois la imagen ridícula de una triste aventura…
(……………………………………………………………………….)
¿Qué ojos fueron los tuyos, mi señor Don Quijote?
Cuántas cosas veías se transformaban solas.
(……………………………………………………………………..)
Un poeta, el más grande poeta de la tierra.
La divina metáfora fue a alojarse en tu mente…»

Recuerda así mismo Samaniego a los artistas que al trocar con el color y la línea, la sonora palabra impronunciada- crearon el silencioso, visible y trascendente idioma de la pintura española: El Greco, Velásquez, Murillo, Zurbarán, Goya y Picasso, cuyo más terrible y famoso cuadro simboliza y denuncia –compendiándolas en un solo crimen del siglo XX- todas las atrocidades de la historia:

«Y España es asolada por el fuego maldito,
las máquinas de hierro trituran sus caminos
y en la boca enmudecen la plegaria y el grito.
Se instala el fratricidio de Granada a Guernica.
De nuevo en el patíbulo reinan los asesinos.
De nuevo al pueblo humilde se escupe y crucifica…»

Completa Antenor Samaniego la suma poética de sus casi litúrgicas andanzas españolas, rememorando impresiones de Cuenca, Córdoba, los caminos de Andalucía, la Alhambra, el Darro y el Genil «enamorados», el sortilegio musical del Generalife, «sueño o tal vez delirio»:

«Aguas aprisionadas bajo los surtidores
que al salir se convierten en pájaros y flores…»

y evoca la Giralda, «fantasía que se hizo de repente un idioma», las fuentes de la Granja, que «murmuran como viajes comadres de la historia que escribió la leyenda», la tierra vasca, El Escorial, «oraciones de piedra», la Plaza Mayor y las mujeres de Madrid («viento y sol las cortejan»), la catedral de Salamanca («Allí hicieron los siglos no un templo, sino un huerto»), las torres del Alcázar y la catedral de Toledo, «iluminando España desde su excelsa cumbre…»

Con el propósito de pagar en parte su inefable deuda estética, compuso Samaniego los poemas citados o aludidos y muchos otros. La obra que forman merece su sincero y hondo título:

«Gracias, tierra española, por renovar mis temas.
Estoy enriquecido de motivos diversos.
Hoy entran tus tallados retablos en mis versos…»

Los «Poemas de Otoño», amorosamente escogidos y editados por Ruth Ramos de Samaniego, aparecieron en noviembre de 1983. Julio Galarreta González-fraternal prologuista de este «libro póstumo, creado en los años y días postreros» de la vida del autor- revela que algunas poesías fueron escritas «casi en vísperas de su muerte, entre dolores y angustias de agonía», y rinde justiciero homenaje «al poeta que, en su edad otoñal, con profunda reflexión y doliente melancolía expresa el drama de su circunstancia existencial».

El volumen se divide en ocho partes de muy variada extensión. La más breve («Patria Cautiva») estigmatiza a quienes intentan convertir el Perú en «Estado-presidio». La quinta y penúltima poesía de «Cantarcillos» –no exenta de exquisitas reminiscencias de José María Eguren y de Rafael Alberti-constituye luminoso paradigma del virtuosismo de Samaniego:

«Con qué donaire camina
la niña de cuerpo en flor.
De nácar es la color
y los labios de clavel.
Con su sonrisa ilumina
la niña de ojos de miel».

En la generosa y solidaria «Apología Lírica» comenta e interpreta las vidas y las obras de dos escritores y cinco artistas peruanos. «Zoofilia Lírica» ofrece rítmicas imágenes de grandes, pequeños o diminutivos súbditos del reino animal. Destaca entre ellas la deliciosa instanténea del «Colibrí»:

«Detective sutil, brinca que brinca…
Se mete en cada hueco y no perdona
ningún rincón oculto de la finca…»

«Ideario Estético» es al mismo tiempo sincera exposición de su personal Arte Poética («Me tienen sin cuidado las escuelas»), ardiente elogio de altos creadores, y cáustica sátira contra las modas estéticas y literarias impuestas por la sociedad de consumo:

«Triunfaron el eunuco y el enano.»
(………………………………………………….)
«…y hay poetas
que ofician con placer de proxenetas…»
(……………………………………………………….)
«Superman sustituye al bravo Aquiles:
Popeye, a Eneas…»
(……………………………………………………)
«Entraron otra vez los mercaderes
al templo a realizar sus transacciones…»

Los razonamientos de Sócrates, que Platón recogió en «Fedon», fueron sintetizados por Albert Thibaudet en los siguientes términos: «Toda vida filosófica no es sino preparación para la muerte». Creo que Samaniego consagró a la misma tarea metafísica el postrer año de su existencia. Recordando, quizás, el epígrafe de la «Elegía de Marienbad» («Y cuando el hombre, en su dolor enmudece, un dios me permitió decir mi sufrimiento.»), quiso expresar su mística agonía:

«Mi Dios, por merecerte tengo herido
de llama viva el corazón que llevo;
si más sufrir me ofreces, más te debo
de amor el fuego diáfano, encendido.
Por merecerte encuéntrome transido
y por sentirte el goce me renuevo;
del barro en que padezco yo me elevo
y hacia ti marcho, ardiente, complacido…»

Un notable escritor –cuyas palabras literalmente cito- definió la Poesía como el arte de dejarse vencer por Dios. Antenor Samaniego debió de sentir algo semejante cuando compuso, al borde de la muerte, sus últimos poemas. En «Intimas», piensa desalentado: «La vida, un resplandor; después ceniza…». En «Hogar y Terruño» busca consuelo en la inefable posesión del amor («Tengo también mi Ruth espigadora») y en el recuerdo de las horas felices («Reúno en mi cantar mis añoranzas…»). Más tarde elevándose de las humanas realidades y remembranzas, al sobrenatural presagio, y del resignado dolor, al absoluto renunciamiento o a la aceptación suprema, exclama en un soneto de «Tan Alta Vida Espero…»: «¡Qué importa ya la noche, Señor, cuando amanece!».

Toda auténtica obra poética es, en mayor o menor grado, autorretrato espiritual. Pero no sólo pone de manifiesto rasgos psicológicos, sueños, angustias, anhelos y vivencias individuales. También revela –casi siempre fragmentaria e indirectamente- circunstancias históricas y sociales que contribuyeron a forjar el carácter del autor; porque la existencia personal de éste no puede desligarse por completo del drama colectivo de su país y de su tiempo.

Antenor Samaniego fue un poeta vital, espontáneo y sincerísimo, en cuya extensa e intensa producción se vislumbra la transfigurada y sin embargo fidedigna imagen de un hombre rebelde y libre, que nunca traicionó a su conciencia estética y moral. Cultivó los géneros lírico, épico, elegíaco, popular y (en su último libro) metafísico o místico. Su composición predilecta fue el Soneto. No se sometió a los dogmas de ninguna escuela, ni a la voluble tiranía de las modas. No temió a las mafias literarias y no aduló a críticos ni editores. Los clásicos de la Antigüedad, la Biblia y el Romanticismo, los maestros del Siglo de Oro, Walt Whitman y Rubén Darío, influyeron en su sonoro, dinámico, rítmico y musical estilo, pero no lo esclavizaron. Fiel a su instinto, prefirió el exceso a la avaricia, el raudal al cuentagotas, el «entusiasmo» .en la acepción griega del vocablo- al exangüe intelectualismo, la luz y el color al obscuro rebuscamiento. Jamás escribió un verso que no estuviese refrendado por la propia vida. Su obra confirma la máscula definición del duque de Rivas: «Poesía es pensar alto, sentir hondo y hablar claro».

Barranco, 18 de setiembre de 1985.
JUAN RIOS

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