No sólo fue Velásquez, ni Zurbarán, ni el Greco
los que hicieron la gloria de España en los colores.
No sólo del Hidalgo Manchego, ni el enteco
rocín que cabalgara de páramos y alcores…
No sólo quien, siguiendo la ruta hasta Marrueco,
arrojara a los moros… Ni los grandes señores
de espadas y estandartes que, atravesando el seco
yermo, al cielo elevaron templos y miradores…
Fueron también el vértigo, la locura, el misterio,
-ángeles o demonios, seres abstractos, seres-
que con luz y tinieblas alzaron un imperio.
Fue el ardor de la sangre de sus héroes y ascetas.
Fue la llama del beso de sus santas mujeres.
Fue la cruz de sus mártires y el laúd de sus poetas.
Se juzga que la antigua Sajonia o la Bretaña
sea el cerebro de estas naciones europeas
(cual mariposas bullen en ellas las ideas)…
Empero el corazón lo tiene sólo España.
¡Mujer España, ninfa que surgió de la entraña
de la mar, Sulamita de las rosas hebreas
que perfuman a Sion!…Por ti, cuando deseas,
toda grandeza crece mejor que una montaña.
Y creció de Cervantes la gloria en el ambiente.
de Góngora y Quevedo el estilo barroco
y la sombra de España por todo el Continente.
¡Misterio de las tierras ibéricas!…¿Quién sabe
si el que mora estos reinos sea un dios o algún loco,
un sagrado animal mitad león, mitad ave?
¡Oíd! Algo estremece, del mar al Pirineo,
la sima, el mar profundo, la superficie entera.
La fragua de Vulcano, con furioso jadeo,
va arrojando sus llamas por montes y praderas.
Marte, el dios de la guerra, se ciñe sus arreos,
salta en su carro y se abre paso en medio la hoguera.
Por doquiera pasean sus sangrientos trofeos
y en el viento flamea su siniestra bandera.
Y España es asolada por el fuego maldito.
Las máquinas de hierro trituran sus caminos
y en la boca enmudecen la plegaria y el grito.
Se instala el fraticidio de Granada a Guernica.
De nuevo en el patíbulo reinan los asesinos.
De nuevo al pueblo humilde se escupe y crucifica.
En medio de ese caos de tinieblas y ruinas,
se oye un estruendo de alas al fondo del ocaso.
¿Un ángel? ¿Un demonio? No. Es un hombre. Es Picasso.
Tiene en sangre bañada la cara y las retinas.
Un cortejo le escolta de figuras felinas.
También el Minotauro que va abriéndole el paso.
Un genio –Miguel Angel- le da el espaldarazo.
Y transportan su manto dos águilas divinas.
Es el nuevo demiurgo de la tierra española.
Al quebrantar los viejos cánones trae otros:
pues le prestan su sangre la rosa y la amapola.
Con él adquiere extraño vigor la tinta azul.
El campo es recorrido por cien salvajes potros.
Parece que ha llegado un mago de Estambul.
Se entroniza el delirio: quiebra la simetría,
disloca, rompe, ataca, retuerce la armonía,
descerraja los pianos, desentierra las fosas,
estruja y desmenuza las violetas, las rosas…
El genio, alucinado, arremete a porfía,
vacía los ojos, trueca la luz en sinfonía,
derrama pies deformes, amotina las cosas
y desde el cielo arroja siniestras mariposas.
Doliente en su lenguaje de espanto y de miseria.
Cabe en él la locura mientras danza la histeria
pinzándole los ojos de insomne geometría.
Un niño trastornado, un loco adolescente.
un hombre demoníaco, un coloso, un demente,
cuyo tesoro oculto fue la atroz vesanía.
Fue quien pintó de España todos los estropicios,
sus llagas, sus prostíbulos, sus rameras, sus vicios.
Fue quien pintó políticos, polichinelas, e hizo
de sus lienzsos un dulce y terrible paraíso.
Como el Dante, gozando de raros maleficios,
rumió el arte mudéjar, el gótico, el fenicio,
y escaló las montañas hasta el último friso
donde instalar en vez de Cristo al diablo quiso.
Fue Picasso un fenómeno, un Balzar español.
Para pintar cogía dos brochazos de sol
y producía ardientes e infaustos misereres.
Sentado está en el cielo, tal vez en el infierno,
junto a Velásquez no, sino del Padre Eterno,
mientras le ofrendan rosas las más bellas mujeres.