Zagal de la tristeza y de la música,
paisaje hecho de miel,
terma del cielo que bajó a la tierra,
flauta de tiernas soledades de oro,
abeja para hurtar la maravilla
del alba y del crepúsculo.
Felipe Arias Larreta,
árbol de inacabable melodía,
viento de Dios cerniéndose en la antara,
costra de mar sonoro
pegado al corazón,
transitador sediento en las honduras
del Verbo y de la Muerte,
alondra que entre rayos canta sola,
águila que en el vértigo sondea
los caminos del Sol.
oh, tallador –en la pared del cielo-
de eróticas hazañas rumorosas,
de cálidos monólogos,
de arabescos sangrientos,
de sueños, de tatuajes misteriosos
naciendo y acabándose
como óleos mágicos, iridiscentes,
en la esfera de tu alma iluminada.

Di que no estás callado,
di que el verso te nace de la sangre,
di que escribes aún
febrilmente en el libro de la noche
y que te oyen los niños y los ángeles,
ya no los hombres;
di que siguen subiendo entre burbujas
rojas de vida y por la muerte negras
los signos del misterio hasta tus sienes;
di que sigues pensando
y que de pronto estalla tu cabeza
como un astro de magia en plena noche,
di que siguen tus hoces
segando en el jardín de las metáforas,
que tus blancos halcones
y tus ciervos de nube
siguen halando al príncipe del Verbo
hacia los hondos reinos de la sombra.

El arcádico suelo de Santiago
sin Vallejo y sin ti
solloza en la garganta del Huaychaca;
y aquel Cachicadán,
esbelto como un dios, -tumbado ahora-,
solloza cual torillo en el abismo;
derrámanse las mieles;
de flor a flor propágase la muerte;
oro y azul: ceramios,
los días y las noches
naufragan en escombros; solitarios
tornan los bueyes de testuz heráldica;
nadie abreva el rocío
caído al pie del alba;
ni el viento ya preludia en sus zampoñas;
ni la flor reverdece,
ni el sándalo perfuma,
-aurisolar Felipe-
inmóvil, de repente, en el camino.

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