Escrito por Julio Galarreta González

«Ya en trance de escribir estas líneas prologales, por la ventana de mi biblioteca ingresa, como viniendo de ignota lejanía, un aire sonoro, en cuya gravidez de melódicos matices va adquiriendo su identidad la voz reconocible, nunca olvidable, del poeta Antenor Samaniego, quien con autenticidad de vida y de arte supo convertir cada poema suyo, leído o declamado, en sinfonía de emociones y pensamientos. Y en esta sutil melodía poética que llega hasta mis oídos, vuelvo a escuchar, transido de íntima reminiscencia, la voz del poeta que recita:

«Sólo quiero un pedazo de otoño,
una rosa nomás.
Si de tu amor me ofreces testimonio,
dame nomás una sonrisa y…basta…»

Motivada por esta voz rediviva, mi alma va y viene, cual ave peregrina, por la autumnal floresta lírica de este libro, perfumado con el frescor de la rosa e iluminado con la blancura fascinante de la sonrisa, reencontrándose con la fraterna amistad del poeta y la bella creación del artista, cuya remembranza quedará en estas páginas como homenaje de afecto y admiración.

Alcides Spelucín, Abraham Arias-Larreta y Antenor Samaniego, tres nobles poetas peruanos, cuya entrañable fraternidad me llegó inicialmente, por la iridiscencia cautivante de la poesía, pues los conocí como poetas antes de conocerlos como hombres. El intrínseco mensaje humano de Antenor me llegó en aquellos versos suyos publicados, en la década del 40, en compartida edición con Sebastián Salazar Bondy y, más adelante, en los Cuadernos de Poesía del grupo literario Poetas del Pueblo, integrado por Julio Garrido Malaver, Mario Florián, Gustavo Valcárcel, los hermanos Arias-Larreta: Felipe y Abraham, los primos Carnero: Lucho y Guillermo, Mario Puga, Manuel Scorza, entre otros.

La Historia de la Literatura Peruana conserva el nombre de Antenor Samaniego como autor prolífico y fecundo polígrafo, pues creó su obra en diversos géneros literarios: poesía, teatro, narrativa, ensayo, periodismo y prosa didascálica. En el Parnaso Peruano figura entre los creadores señeros, porque él fue poeta por vocación y destino. Así lo prueba su obra édita, múltiple en motivos y variada y sugerente en el estilo, tal como aparece en Cántaro, Yaraví, El País Inefable, El Rumor de la Palabra Desgarrada, Oración y Blasfemia, El Fuego Lacerante, Canciones Jubilares y Autumnario. La virtualidad poética de Samaniego está también en su teatro constituido por El Hechizo, La Mercenaria, La Máscara y El Demonio en la Aldea, así como en sus cuentos y novelas: Oligarcas de Poncho y Foete, Del Barro nació la Luz y Lobos y no Corderos. Representan a su obra ensayística: César Vallejo: su poesía; Mario Florián: poeta indigenista y El paisaje en la poesía de Felipe Arias-Larreta. En la trayectoria de su creación artística, constituyen testimonio de autenticidad y excelencia los premios obtenidos, entre los que destacan los de Fomento de la Cultura «José Santos Chocano (1945), «Manuel Gonzales Prada» (1956), el Nacional de Teatro de 1960, compartido con el poeta y dramaturgo Juan Ríos, y el premio de la Revista Fanal por su Canto a Castilla (1954).

Hubo en Antenor Samaniego un poeta nato, pues en toda su obra literaria: narración, teatro, ensayo, prosa didascálica, fulgura un raudal inextinguible de poesía. Tal ocurre también en Julio Garrido Malaver, poeta de su generación, cuya honda y enternecida inspiración cintila en relatos y novelas. En su trayectoria de creador, Samaniego exhibe innatas cualidades de poeta y versatilidad en temas y estilos. En Cántaro y en Yaraví predomina el poeta geórgico y eglogal: en América Nuestra, La Odisea de Angamos y Canto a Castilla, el épico vigoroso; en Canciones Jubilares y en Imágenes Florales, el trovador y acuarelista poemático: en El Fuego Lacerante, el bardo civil y aeda tremante: en El País Inefable, Rumor de la Palabra Desgarrada y Oración y Blasfemia, el lirida de las profundas y agoniosas efusiones del espíritu; y, en Poemas de Otoño, libro póstumo, creado en los años y días postreros de su vida, algunos casi en vísperas de su muerte, entre dolores y angustias de agonía, presenta al poeta que, en su edad otoñal, con profunda reflexión y doliente melancolía expresa el drama de su circunstancia existencial.

Lo que escribí en el prólogo al Fuego Lacerante, lo reitero en esta ocasión porque calza igualmente al presente libro; ya que en la lírica gama de este poemario encontramos motivos que van desde las íntimas inquietudes y pretéritas vivencias del poeta hasta los motivos inspirados por su mundo circundante y por los eternos enigmas de la vida y del universo. En los poemas de Intimas, su ansia de vivir y de trovar imbricada sutilmente con su tristeza de soledad y bruma autumnal, trasciende en una atmósfera espiritual de oros y carmines de su «edad mayor», meditativamente asida al borde abismal de su «propia herida», y entonces el poeta, desde el fondo de su alma transida de metafísica angustia, exclama:

«Horror ver cómo crece desde adentro el vacío,
ver o sentir la noche borrándote el sendero,
sin fuego ya la sangre bajo la hoz del frío,
sin rosas tu rosal ni en flor tu jazminero…»

En los de Hogar y Terruño, con la actitud de aquellos viejos sauces pensativos de su querencia sicaína, contempla desde el mirador de la añoranza: los cielos azules, las pampas esmeraldinas, las cristalinas aguas, los esbeltos eucaliptos en coloquio con las azulencas montañas y la eglógica jocundidad de rubios maizales, verdes alfalfares, dorados trigales, en concierto con la polícroma floración de la campiña y la polifonía agreste de ovinos, vacunos y pájaros canoros; ante las retinas de su alma añorante pasa todo aquel mundo aldeano y campero con las humanas efigies de pastores, labriegos y zagales de los días edénicos de su lejana infancia.

En Tan alta vida espero…, el poeta que ha sentido otoñarse las malvas de su vida, sumerso ya en el hondón de una indagación ontológica, vuelca en sus versos –jadeantes de místico tormento- la ansiedad de una alta vida anhelada, ansiedad que se sintetiza en esta lírica confesión:

«Tras los astros, dicen, hay un ser divino,
que lo estoy buscando con mi sufrimiento».

Las ideas que han orientado su creación artística constituyen un breviario con lírico y doctrinal escolio en su Ideario Estético. Y en su Apología Lírica, con fervor y justeza apreciativa, ejerce la crítica y la exégesis en torno de la personalidad y la obra de escritores y artista peruanos: Gonzales Prada, Juan Ríos, Daniel Hernández, Camino Sánchez, Víctor Humareda.

En toda su creación poética, Antenor Samaniego ha revelado maestría y entrega deleitosa a la forja escultural y pictórica del poema, particularmente del soneto. De allí que figure entre nuestros mejores sonetistas, al lado de Carlos Augusto Salaverry, José Santos Chocano, César Vallejo y Martín Adán. Y es en un soneto, precisamente, entre los 74 de este libro, donde él define su devoción a esta forma poética de itálica prosapia:

«Es para mí el soneto un bien supremo,
un cáliz sideral, un arpa de oro,
el éxtasis de miel que da en lo extremo,
el cántico más límpido y sonoro».

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