Cruza el sendero, pálida como un lirio,
apenas breves cantares musitando,
yo la oigo cantar, me acerco a su delirio
y en acuario silencio, a contemplarla me sumo.
¡Cuán hermosa que es! Blonda cabellera
que como un arroyo cae en el nácar de sus espaldas;
griega frente, y ojos que hablan de quimera,
y unos senos de camelia que florecen tuberosos.
Una vez tristemente hablóme de misterio
palideciendo hasta el color de la cera amarilla…
¡oh, qué voz que fue esa! Voz de un ignorado salterio
que balbuciera de cosas muertas.
Yo también le hablé de cosas muy tristes
en mis palabras anudando perfumes y rosas,
poniendo en mis manos las suyas finas y cariñosas,
agitándose como cinéreas ascuas o como lágrimas.
Después enmudecimos en un limbo de tristeza,
ella cayó soporada, hundiendo en mi pecho su cabeza
y sollozó derramando de su alma
las fiebres de todas sus angustias,
que cayeron, en las mallas del silencio,
como un desparramamiento de florecillas mustias.
Desde entonces, sueño en sus lágrimas y en sus sollozos
y cada tarde me llevo la mano al dolorido pecho,
con la sed infinita de sorber de mi corazón
aquellas lágrimas amadas que me conversaran
de enormes tristezas y amargas melancolías.
Y por eso, la veo siempre cruzar el olvidado sendero
todas las tardes, como un enigma que flotara
y en las sendas indefinidas del cielo se perdiera.
La veo sollozar, trémula, febril, interrogando el misterio
como una blanca estatura detenida ante la profundidad
de una tumba misteriosa y desolada.