Para ofrendarte este melifluo vaso
de almibarado zumo tentador,
yo cada día, errando paso a paso,
me abalancé doquiera y al acaso
me di a coger: esencia, fruto y flor.

Aquí el jardín más grato y más hermoso
sus néctares fragantes escanció;
aquí el arroyo límpido y sabroso
cual si me diera un galardón precioso
sus linfas más edulcoras vertió.

Aquí el tesoro de la tierra ingente
halló su más espléndido crisol;
aquí la casta aurora reverente
me dio rocíos de oro efervescente
en los fulgores vívidos del sol.,

Aquí las noches mágicas y bellas,
vestidas de una seda de ilusión,
en horas tan sublimes como aquellas
las hebras me brindó de sus estrellas
en un derroche áureo de ebullición.

Aquí, bajando de su solio eterno
su aliento divinal y puro, Dios
depositó regocijado y tierno,
diciéndome con ese amor paterno:
-Para que saboreen sólo los dos.

Las hadas de los bosques lujuriantes
que se enteraran viéndome pasar,
vinieron presurosas y jadeantes
preguntándome todas anhelantes:
-¿Es para mí? Y quisiéronme robar…

Reyes, príncipes, caballeros, todos
me ofrecieron tesoros y poder;
hasta cayeron a mis pies, beodos,
queriéndome tentar de varios modos
y nadie me alcanzaba a convencer.

Y hoy, tras de recorrer el mundo, llego
y caído ante tu impar excelsitud,
con ese ardor voraz en que me anego,
el áureo cáliz de mi amor te entrego
reverenciándote con un ¡salud!

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