Mi pecho henchido de sutil dulzura,
por ti, mi Amor, ardiente llanto lloro;
y al Dios Celeste con fervor imploro
que en mi alma sigas reina de ternura.
Por ti, tu gracia y mágica hermosura
la inmaculada y casta nieve adoro,
el suelo reverencio, me hinco y oro
al blando sol de la mañana pura.
¡Ah, y en la tierra, de la paz en pos
(amada, esto hablo en tu oído, muy discreto)
un solo mundo formamos los dos!
Y a nadie digas este gran secreto,
que sólo sepa el infinito Dios,
testigo de este cándido soneto.