Una mujer se desviste. Su cuerpo –pétalo inmenso-
comienza a radiar una tenue luz de nácar. Parece
que mágicos pinceles empezaran, invisibles y misteriosos,
a dibujar, firmes, rítmicas, inefables, todas las líneas.
Es la poesía que, en silencio, suavemente, se libera
de la inutilidad de sus telas vaporosas.
Las sedas, a modo de corolas grandes, caen a sus plantas.
Prosigue la hermosura. Es una plegaria hecha carne.
Es una estatua de marfil cobrando suprema jerarquía.
Los brazos ejecutan ondulaciones inefables.
(Diríase que se esparcen mudas melodías en torno).
Plenitud de la vida. Apoteosis de la creación.
Hay regiones rosa que fulgen como flores sumergidas.
Hay regiones –bellas islas de nácar- que surgen de la sombra.
¡Suerte de colores diluidos en barnices de Van Gogh!
En aquel bloque, amoroso y tibio, parece que una lámpara interior
pugnase por estallar en medio de la suave penumbra.
Camina la beldad. Dos… tres… cuatro pasos…
Movimientos de sugestión musical inexpresable.
Notas para Ravel. Variaciones para César Frank.
Los ojos del que ve este oficio, limpios ya de pecado,
recorren y acarician uno a uno los hitos de la hermosura.
Admiran el esplendor de alabastro y besan los óptimos nardos.
Embriáganse en las pendientes hemisféricas y zozobran
en los oasis de lirios y rosicler del mapa ignoro y divino
Es la mujer que se desviste. El aire huele a rosas.
Gloríase la belleza de alburas y bermellones,
de claroscuros reposados y diamantes intuídos.
Es la mujer que se descubre ante el altar del silencio.
Mirándose en el espejo, se rinde culto a sí misma.
Con manos de diosa acaricia la tersura de su piel de niebla.
Finalmente, en dulce vencimiento, relájase su escultura
y se tumba en el lecho que la espera como un río.