Hecha por el autor

MANIFIESTO
Trato en este libro de tomar lo sustancial del alma indígena: la expresión. Para ello valgome no de un pretexto esnobista sino de la propia zona india que forma mi parámetro psíquico. Yo sé que en el fondo mío hay un jarahuico nómade que ha tiempo reclama su derecho a la existencia, deviene de los anónimos juglares incaicos. Hay un son de jaray araw o un dejo nostálgico de huanca en su estro replegado ante la fanfarria hispano –occidental.

Debo declarar con toda franqueza que lamento el que la pedagogía tradicional me haya vedado de conocer la fabulosa entraña del quechua. Hiciéronme ver que era un idioma inferior, bárbaro y pobre. ¡Falso! Hoy sé que es una lengua formidable, apta para creaciones extraordinarias. Con ella pudo y puede crearse lo que no ha podido entre nosotros la del inmenso Cervantes. Invoco el Ollantay ¿y por qué no el Martín Fierro? Tengo mis razones. En arte como en religión sólo la herejía descubre caminos. Aquí nos estaban engañando. Decíamos que el único camino de salvación era el de occidente. ¡Bah! Decían y enviaban a sus prosélitos a «perfeccionarse» en el extranjero. Como si la perfección tuviese su sede allende en París o New York! ¿No hemos tenido de románticos y vanguardistas? los hemos tenido ¿Y de qué caletre? Ahora tenemos bonzos surrealistas y otras veleidades de otros tantos ismos. ¿Y son, por ventura, nuestras letras semejantes o superiores a las de allá? Sostengo que la pretendida perfección debe realizarse de adentro para afuera y no al revés. Debe empezarse con lo nuestro –y la órbita un día de la dimensión de una oblea-, habrá de dilatarse hasta donde alcance la energía creadora del genio. De otro modo es hacer arte suicida, pedestal de barro, deleznable ante la voracidad del tiempo.

La poesía quechua es esencialmente sintética. Hay solidez y maravilla en su simplicidad. Su forma pura, incontaminada, me ha fascinado siempre más que cualquier otra importada. Hay inefable dulzura, gracia y terneza, cósmica gravedad, patética agonía, raro simbolismo y enigmático son dentro de la malla diáfana y leve de su esquematismo.

Aquí, por necesidad y no por prurito exótico o sport, he tomado la antara y no la cítara. Mi poesía pretende veste nueva, la casi inmaterial del pentáfono quechua, no ya la metálica cota del hexámetro propio de cortesanos y caballeros medievales. Imaginad esta poesía como un vaho que orilla el caos donde el español y quechua se abrazan y se funden quebrando la coyuntura de su sintáxis para dar lugar sobre sus osamentas la flor de una nueva carnatura en pro de otro vigor y linaje del castellano de estos reinos que libre de metrópoli alza sus heredades en los dominios del mañana.

No creo en un arte puro ni en la ortodoxia de los academistas empeñados en aprisionar el lenguaje en los sarcófagos de la retórica y la gramática. La insurrección de estas páginas dirige sus baterías al lado de los guerrilleros del idioma nacidos bajo el signo de Bello, Sarmiento y González Prada. En mi arsenal de combate no tienen sitio la añoranza virreinal ni la nostalgia incaica. Esta no es poesía blanca hecha para la alcoba o la torre de los alucinados miradores de ultramar. Ni es poesía desprendida de la momificación prehispánica. Embalsamado está el pasado y abierto como una entraña virgen el presente. Poesía es esta natural como la vida del hombre nuestro atado a la raíz del ancestro telúrico. Jerigonza tal vez pero de legitimidad popular. Es menester hundir las manos en el limo en búsqueda del acento personal barnizado tantas veces por los profesionales del mimetismo.

Hallar una voz, aunque rota, pero propia.

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