En Ayacucho fue
donde por fin se pudo
romper de España el secular dominio,
la fuerza bruta y el sangriento yugo.

En Ayacucho fue
donde, de un solo golpe,
cayó, por siempre, amén, en el abismo
el carro de los viejos invasores.

Allí voló en esquirlas
la máquina infernal
del ciego poderío; allí quemáronse
las últimas tarántulas del mal.

Allí el león hispano
dio su último rugido;
allí fue rota el hacha del verdugo
y allí cayó el verdugo y su patíbulo.

Allí, sobre sus glorias
volcadas en escombros,
expiaron Canterac, Valdés, La Serna
el régimen nefando de los godos.

Allí la Libertad
se bautizó de sangre
y. caminando en medio de los muertos,
prendió sus llamaradas en los Andes.

Allí se reveló
Sucre como un titán
y batalló con alas invisibles
igual que el viento cuando agita el mar.

Allí La Mar y Lara
y Córdova también
trabáronse, como en un canto homérico,
con la ira de Monet y de Valdés.

Ni griegos ni troyanos,
ni tártaros ni persas,
vieron jamás encuentro similar
donde venció el coraje a la destreza.

Allí tronó el cañón
cual gárgola maldita;
y hendieron las espadas en las carnes
en una siembra bárbara de heridas.

Allí cebó la muerte
sus manos asesinas;
danzó el terror rodeado de cadáveres
en medio de las llamas y cenizas.

La Tierra enloquecida
bebía, toda histérica,
los charcos escarlata de la sangre
pidiendo más en su febril demencia.
Los cerros ocultaron
sus rostros en las nubes.
Nunca el pavor había estremecido
sus milenarios bloques ni sus cumbres.

El viento se colmó
de gritos y clamores
y, con las alas rotas, fue rodando
como un inmenso pájaro de azogue.

Los hombres no eran hombres,
sino águilas, centauros,
criaturas mitológicas con alas,
ojos de fuego y brazos de relámpago.

Por fin cayó abatida
la raza de Goliat;
precipitóse en tierra con el sordo
ruido que causa un bólido en el mar.

Era un dragón sonoro
el que caía al suelo;
encima un San Miguel le traspasaba
con una lanza ardiente todo el cuerpo.

Con él cayeron todos
los tronos y cadalsos;
justo al instante se escuchó en el ámbito
un coro de ángeles en el espacio.

Irguiéronse triunfantes
los vástagos de Abel.
Del firmamento descendió una mano
y coronó sus sienes de laurel.

Bolívar, Sucre, Córdova,
Lara, La Mar, Gamarra…
eran los que ingresaban al Olimpo
como los dioses de una Nueva Raza.

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