(A Germán González)
Tierra que huele a madre.
Labios petrificados, locos de hacerse grito,
cabellera de truenos, pupilas de relámpago,
pecho de volcanes, el corazón de oro,
beligerantes venas de catástrofe.
Los hombres vegetales transitantes.
La tierra hembra de piel morena
de surcos como labios rebosantes de pájaros
y salpicando cántaros de estrellas,
ensarcillada de crepúsculos,
tierra de filigrana de suspiros
y salvajes collares de luceros.
Se le ama con la sangre, se le riega de llanto,
se le siembra de carne, se le exprime
los adorables senos de candela.
Parvas de sol y fuego adormeciéndose en las eras.
Devoción primitiva, rito de la lumbre.
Virtud de piedras hechas carne.
Ciegas venas de río derramándose
de los potros indómitos del viento.
Se nos da impoluta, libre, y qué solícita,
desnuda como un vientre mordido de deseos.
¿Por qué no amar sus pechos:
ubérrimas colmenas de los trigos?
Su aliento, caña azucarosa; su gemido, paloma.
Y tanto la queremos nuestra tierra
como a una hembra potente, fértil para el goce,
tal a morena ñusta enternecida
y cuyo nombre sabe pronunciarlo
con un suspiro el corazón.
Y se nos da absolutamente, y sin llorar, temblando
su vientre como florecido a costa de besos,
tierna su sangre –miel de dulces durazneros-
azahares de manzana y capulí sobre sus sienes,
rubiáceos cebadales en sus miembros,
pulpa de choclos en su carne,
colmada de ternura hasta el reborde
y sonrosadas ocas como niños.
¡Celaje tú, su esposo venerable,
tú la fecundas con el viento
virtuoso. De tus cántaros azules
derramas el licor más cristalino
sobre su frente en recepción como una flor.
Tú descorres tu pecho y cae sonoro
tu corazón de fuego. ¡ah, tu amor es tanto,
tú la coronas de arco iris,
plumas de jorajenge y castísimos vellones!
Ovejas y cabríos se solazan.
De sus ojos azules parece que crecieran los bohíos.
¡Toda la fauna canta! ¡Cante toda la flora!
Tu esposa es nuestra madre, es dulce y bella.
La queremos llevar en nuestra sangre,
enterrarla donde más la queremos,
porque sin ella ¿quien lo ignora?
es quedar sometido a los rigores
del metal y del látigo, o amanecer
con la entraña fecunda de alaridos, sin saber
si en el aire o dónde
reposará nuestra osamenta abandonada.
¡Tú la recoges tierra, tú la vuelves
a tu entraña de pobre luminoso!