Título: ALFONSINA
Autor: CRISTIAN WALTER LINDO PABLO – Seudónimo: El Nictálope

Cristian Lindo es Licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha ganado el primer puesto del Premio Celit 2016 en la categoría de cuento con «Un amor en Serekaniye», publicado en el primer número de la revista Mantografías. Actualmente forma parte del grupo de investigación ESANDINO (Estudios Andinos de Interculturalidad Quechua y Aymara) de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; donde se encuentra trabajando la obra narrativa de Manuel Scorza.

ALFONSINA
¿Adónde te llevó el río, negrito lindo?
Miro el agua turbia que se llevó para siempre tu abrazo, y me pregunto:
¿Por qué no me llevaste contigo, jijuna? Si la culpa también fue mía.
Si yo le pedí a Horacio que fuera esa noche al río, sabiendo que entre las cañas te encontrabas tú para hundirle el filo del machete en la espalda.
Una semana antes de que su cuerpo se perdiera entre el caudal turbio de la Achirana, aprovechó tu viaje a la ciudad y la valentía que le dio el pisco para tumbar de una patada la puerta de nuestra casa y rogarme a golpes que también lo amara. Cuando regresaste las sombras púrpuras de mi rostro te contaron casi todo, y cuando pronuncié el nombre del responsable de mis heridas, tus puños empezaron a estrellarse contra las paredes, hasta que la rabia dio paso al dolor y caíste de rodillas al suelo, para ocultar tu llanto sobre mi vientre, y buscar el perdón y el consuelo que nunca llegarías a encontrar.
A pesar de la vida miserable que había decidido vivir tu hermano, nunca dejaste de amarlo. ¿Cuántas veces tuviste que pagarle a la gorda Bertha los cuyes y las gallinas que se robaba para cambiarlos por caña y pisco en la cantina del viejo Elías? ¿Cuántas veces lo recogiste de los desmontes de basura y le diste comida y ropa nueva, para luego pedirle que te acompañara a trabajar al viñedo de los extranjeros? Pero ese jijuna nunca dejó de amanecer con el alcohol fermentándose en su boca; con ese mismo aliento asqueroso que marchitó mi piel aquella noche. Llorabas, Alejandro, no solo porque amabas a tu hermano, sino porque ahora sabías que esta vez estaba en tus manos su condena. Y aquella noche, además, mientras la corriente del río se llevaba su cuerpo, tuviste el presentimiento de que pronto lo acompañarías.
Los días siguientes a la muerte de Horacio, el silencio empezó a gobernar en nuestra casa. Nuestras conversaciones fueron reduciéndose al frío de la madrugada, y a lo hermosa que se estaba poniendo Lupita, la ternera que había nacido la misma noche del asesinato. El repentino nacimiento de Lupita alivió un poco el dolor de nuestra culpa, pero al terminarse el entusiasmo, lo único que quedó entre nosotros fue un sedimento de melancolía, que con el paso de los días fue convirtiéndose en tedio y silencio.
Una semana antes de lanzarte al río, empezaron a encenderse racimos de velitas misioneras bajo la imagen del Señor de Luren que colgaba sobre nuestra cama. Arrodillado y con los puños cerrados le pedías que perdonara tu culpa, aquella que te hacía deambular todas las noches por la oscuridad de la casa hasta que la luz del alba se asomaba por debajo de la puerta. Entonces montabas una mula y cruzabas el desierto con la esperanza de que el camino y el aliento de la mañana te apagaran el ardor del corazón.
La última noche no hubo rezos. Las únicas palabras que pronunciaste fueron: «gracias», al terminar la cena, y «perdóname» por no poder hacerme el amor. Cuando llegó el alba montaste la mula siguiendo la dirección al viñedo, pero poco antes de llegar, varios de tus compañeros te vieron cambiar el rumbo hacia la Achirana, con la ansiedad de los animales que buscan el agua después de soportar el calor y la sed. Pero tú no buscabas el río para beber el agua, tú lo buscabas, Alejandro, para apagar para siempre el ardor de tu alma. Durante meses la gente se preguntó por la ausencia de tu hermano, y por la razón de tu muerte. Todos creyeron que Horacio también se lanzó al río porque un ladrón y un borracho como él no tenía un mejor destino. Pero tú, Alejandro; ¿por qué tú? Hasta que una tarde en la cantina de Elías, don Daniel vio todo en las cartas: la víctima y el asesino se encontraban sumergidos en la Achirana; y la responsable de esa tragedia pronto seguiría el mismo camino. Ayer me lo crucé al viejo curandero en la tienda de Bertha. Salía dando tumbos con una botella de pisco entre las manos. Me reconoció y empezó a reír señalando mi vientre hinchado. Todos saben en el pueblo que nunca pudimos tener hijos, y mira ahora. Les he dicho que fue un milagro, que es tuyo, de mi Alejandro. Pero ese viejo borracho sabe de quién este hijo; y si lo sabe él seguro lo sabe todo Yauría, que cada día me ha ido dejando sin palabras, aislada, como se deja a un animal enfermo. Y ese silencio me ha llevado a esta orilla, Alejandro, para hablar contigo, para esperar a que salgas de una puta vez del agua, para que me digas si quieres que vaya a buscarte, para pedirte que me hables, así solo sea del viento la mañana, de la mirada tierna de Lupita, de lo fría y violenta que es el agua de la Achirana por las noches, cuando te sumerges en ella y solo encuentras penumbra y silencio, y te das cuenta que la muerte es solo eso, mi amor: solo penumbra y silencio.

Entradas relacionadas

Deja una respuesta