Título: ENCUENTRO CON EL POETA SAMANIEGO
Autor: JULIO CÉSAR BARCO ÁVALOS – Seudónimo: Vaughan Williams

Es del Agustino, Lima. Autor de los libros «Me da pena que la gente crezca», «Respirar», «Arder» y «Arquitectura Vastísima». Tiene 27 años.

ENCUENTRO CON EL POETA SAMANIEGO

El sábado saqué del BCP de Chimú unos 200 soles, subí a una combi y bajé en Puente Trujillo. Caminé por el puente repleto de la multitud, aburrida y recelosa, miré el Rímac como un animal intensamente herido, y casi lloré. Sonó mi celular. Era mi ex. Me contaba que tenía un cumpleaños esta noche y me preguntaba si quería ir. Le dije que le devolvería la llamada en breve. Entonces cayó una bomba lacrimógena y corrí a por la calle Quilca. Justo me dio tiempo de penetrar al Queirolo. Todo estaba lleno, sobre las mesas flotaba el tejido de una densa conversación – la luz amarillenta- y, al fondo, observé a un señor calvo leyendo un libro. Alzó los ojos y me miraba. Yo había visto su rostro en las páginas de internet.

-Mucho gusto joven, sé quién eres, siéntate conmigo, soy Antenor Samaniego.
-Claro, poeta, lo recuerdo, ¡mucho gusto!

Bebía una taza de café cargado humeante. Como en sus fotos, tenía los ojos serenos. Yo pedí una cuzqueña. Observé la pila de libros acumulada en su mesa: obra completa de César Vallejo y antología de la poesía alemana por Alberto Hass y Federico More. Me serví un generoso vaso de cerveza y disfruté de su frescura.

-Estuve leyendo sus ensayos – le dije – sobre la cualidad de los poetas de ser antenas de un espacio y tiempo, hablas de que el yo del poeta era una suerte de crisol donde se cocinan y arden las formas de su tiempo.
-En efecto, joven – me explicó el bardo-, y esto lo sé desde Rubén Darío: ¡los poetas son pararrayos de Dios!

Un niño que vendía fruna de mora y de mandarina se nos acercó. Puso en la mesa dos frunas y le compré sus dulces. Y lo invité a sentarse con nosotros, mientras le pedí al mozo una inka kola con cañita.

-¿Cómo no caer en el ego, Samaniego, si el yo del poeta es una antena, y si su voz es un centro?
-Es que lo que dice el poeta no es individualidad, Matías, es un punto de comprensión y conocimiento. Todo poeta tiene la capacidad de profetizar.
-¿De qué hablan? – preguntó el niño- Al único poeta que he oído en el cole es a un tal Carlos Vallejo…
-César Vallejo, dirás – corrigió Antenor-. Lo cierto es que el poeta es una suerte de profeta y su música suena en toda la vida, y es un canto hacia esas otras fronteras.

Afuera, en las calles, se oían los gritos de los protestantes pidiendo auxilio. La ciudad lo devoraba todo. El dueño del local gritó «nadie sale carajo». Los mozos pusieron unos polos viejos que usaban como trapeadores en la rendija de la entrada con el fin de evitar que penetre el humo. La gente gritaba afuera. Nadie se paró de su mesa. Entonces las luces se apagaron.

-Tengo miedo – dijo el niño.
-¿Qué se puede hacer en un mundo así? – le dije casi gritando al poeta. -¿Cómo escribir en medio del caos? Recuerdo uno de tus versos: «la luz era en ellos una llama dulcísima de poesía».

Las luces volvieron. Miré a las otras mesas. Un hombre gordo de lentes y pelo enrulado pidió una cerveza Pilsen más. Alguien un pisco. La pantalla plasma se prendió y aparecieron las imágenes de la protesta. Se veía la Plaza San Martín y a los policías arrojando bombas lacrimógenas al centro del parque. Sonaban las sirenas. Una jovencita de pelo pintado con un gorrito de la bandera del Perú aparecía corriendo. Luego la periodista, sujetando el micrófono, con su casaca ploma y tocándose la oreja como esperando las señales para hablar, salía durante unos dos minutos. Voltee a ver a Samaniego. Echaba azúcar a su café. El niño había desaparecido.

-Cálmate joven, – me dijo el poeta mientras terminaba de dar vueltas a su taza- tienes primero que hallar la serenidad. Y recuerda lo que dijo un gran poeta: «toda mente profunda requiere una máscara» Esa máscara, que es tu mente, no es el ego, es una espada de guerra. Mira lee este poema.

Me pasó el libro la antología de la poesía alemana abierto en la página 80.
-El poema que dice Soy la espada. Soy la llama ese lee.
-Soy la Espada. Soy la Llama.
Os di luz entre la sombra. Y, al empezar la batalla, combatí
Adelante, junto a los primeros.
En torno a mí, yacen mis amigos muertos; pero hemos vencido…

Terminé de leer el poema, que justo culmina con la repetición del título Soy la Espada. Soy la Llama. En la tele seguía sonando la voz de la jovencita, parece que entrevistaba a un hombre bastante mareado que mandaba saludos a sus amigos. La protesta seguía. Los mozos sacaron los trapos del resquicio y abrieron la puerta. Miré la calle. Una pareja pasaba riendo. Observé que el joven llevaba un anillo negro y un cigarro encendido. Abrazaba a su chica por la cintura. Antenor seguía silencioso.

-Ese poema es de Heine, un poeta alemán. De seguro, lo has escuchado, de la época de Goethe y Novalis. La espada me hace pensar en el coraje del poeta. En ese ir contra el tiempo y el mundo, especialmente su realidad, con el oficio de escribir y de cantar. Ya es hora de irme. ¿Para qué la poesía en este mundo? Para eso, para seguir alzando el valor de decir lo que somos.
Antenor terminó su café. Se despidió brevemente.

-Mucho gusto, hombre. No se olvide sus libros de Vallejo.

Pagó en la caja y se marchó sigiloso. Yo me quedé terminando mi vaso de cerveza y mirando la tele. Ahora pasaban unos comerciales sobre la venta de terrenos y departamentos en Ancón. Miré mi celular. Mi ex me esperaba en Plaza Francia. Me decía que no demore en llegar.

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