Título: CARACOLILLA DEL CAFÉ
Autor: MILDRED ROOSCIVELTH LUJÁN SEGURA – Seudónimo Luna.

Mildred Luján es profesora. Con estudios en el Instituto Superior Pedagógico «INDOAMÉRICA» y en la Universidad Nacional de Trujillo, en las especialidades de Lengua, Literatura y Psicología Educativa.
Actualmente enseña en la Institución Educativa Liceo Trujillo.

CARACOLILLA DE CAFE

Un martes de agosto primaveral, Sami y sus tres amigas recogían granos maduros de café caracolillo entre cantos, bromas, risas e historias de enamorados en la huerta de El Manzano.
Las plantas de cafés regalaban su lozanía y los granos rojos carmesí despedían su olor a fruto maduro, el cual atraía a un granel de abejas y avispas zumbadoras.
El olor del café maduro se impregnaba en las raíces, en los tallos, en las ramas, en las hojas y en las flores de las otras plantas; incluso, hasta en las aguas del río que bajaban medio dormidas cerca de la colorida huerta.
Las muchachas iban llenando los costales blancos con el café fresco. Al inicio recogían los olorosos granos en sus cestas y, desde allí, los vaciaban a los amplios costales para ser conducidos por Eleuterio hasta el patio de la casa-huerta.
En el amplio y soleado patio de la casa el joven Eleuterio vaciaría los costales y esparciría los granos al morir el día.
Los rayos del sol primaveral de los siguientes días de la semana se encargarían de secar los granos de café hasta convertir su cáscara en una piel dura y rugosa, piel del color de la madre tierra cuando le caen las lluvias locas de setiembre.
Ya bien avanzada la mañana una de las amigas de Sami preguntó:
-¿Qué hora será?
Sami respondió:
-El sol ya está en el centro del firmamento por lo que ya será cerca del mediodía.
Virginia, la mejor amiga de Sami, les incitó a las demás a seguir avanzando en la cosecha del café, pues, dentro de poco tiempo llegaría el joven Eleuterio trayendo el almuerzo.
Sin embargo, los costales aún no estaban ni por la mitad.
Hacía falta aligerar el recojo de los granos de café.
En eso, una larga rama muy poblada de granos rojos de cafés llamó la atención de Sami. Ella, muy emocionada, pensó que con esa cantidad de granos completaría rápidamente su costal para entregárselo lleno a Eleuterio a la hora del almuerzo, pues ese fue el pacto a la hora del desayuno con las muchachas.
Sami alargó el brazo derecho lo más que pudo y colocó su mano, sin darse cuenta y sin presagiar, en el cuerpo desnudo, frío y flácido de una delgada y alargada serpiente, la cual dormía extendida abiertamente, muy tranquila, en la rama del café, bajo la sombra envolvente de una anchas y frescas hojas de calabaza.
¡Frío, muy frío, el cuerpo del reptil!
La sangre de Sami se le heló, un hormigueo le recorrió todo el cuerpo; ella empezó a temblar y a balbucear…
La serpiente ni se movió.
La joven se dejó caer al suelo poblado de hojarascas; los granos de café de su cesta rodaron bruscamente hasta la orilla del río.
Nicolasa, al escuchar el impacto de la caída de Sami, pronto acudió en su auxilio. La otra amiga dirigió su mirada hacia las ramas superiores de la planta de café. En cuanto ella vio a la serpiente enredada como un lazo habano en la rama del café, comprendió de qué se trataba.
Luego, la joven Nicolasa condujo a Sami hasta el río y allí le dio de beber agua fresca; le lavó el rostro y le mojó la cabeza para despertarle la conciencia.
Lentamente, el gran susto de Sami se iba desvaneciendo en su ser.
Cuando el joven Eleuterio llegó con el almuerzo para las muchachas, ellas muy alborozadas le contaron lo sucedido. Ante ello, Eleuterio hurgó entre costales polvorientos, vasijas de barro enmohecidas, ganchos de carrizo y otros menjunjes guardados en la casa-huerta para dar con la escopeta y acabar con la serpiente que asustó a Sami.
En esos instantes también llegó a la casa-huerta el padre de Eleuterio, un anciano agricultor y experto conocedor de la vida de las serpientes. En cuanto le pusieron al tanto sobre el susto de Sami, él dijo:
-¡Eleuterio, no vayas a matar a Caracolilla!
-¡Si acabas con ella, el próximo año no tendremos café ni para nuestro gasto!
Y es que la serpiente Caracolilla es la madre protectora de las plantaciones de café caracolillo en aquel valle. A ello se debe su nombre.
En seguida, el anciano tomó abundantes hojarascas del suelo. Las amontonó hasta formar un cerro con ellas. Después, «chocando» dos piedras produjo fuego; una chispa fue suficiente para prender y quemar las hojas secas.
El humo de las hojarascas se esparcía de manera amorfa; las muchachas empezaron a toser.
A esa hora, cuando el sol bañaba las alegres faldas del cerro La Maipa, la serpiente Caracolilla, reptando, perezosamente, se posó en la cúspide del árbol más alto y frondoso. Allí se enroscó y siguió durmiendo.
Entonces, el anciano, con su voz calmada, habló:
-Muchachas, continúen con su trabajo, se nos avecina la muerte del sol.
Sami volteó a observar los cuatro costales de café.
Unas pequeñas mariposas amarillas y blancas hacían su festín alrededor de las fauces de estos.

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