Título: RESACA EXISTENCIAL
Autor: ADRIAN ORLANDO MANRIQUE ROJAS – Seudónimo: Adro.

Adrián Orlando Manrique Rojas es de Arequipa, tiene 26 años. Estudió Comunicación Social en la Universidad Católica de Santa María, especialidad periodismo. Actualmente es candidato a magister en Psicología Educativa en la misma Universidad, creador del Blog cultural «Clandestino» y conductor de su espacio vía Facebook Watch. Columnista invitado en el semanario Vista Previa. Fue encargado de la Oficina de Imagen Institucional de la Sociedad de Beneficencia de Arequipa. Actualmente se desempeña en la Oficina de Imagen y Promoción del Colegio «Sagrado Corazón Sophianum- Arequipa.

RESACA EXISTENCIAL

Los primeros rayos de sol irrumpen en mi habitación. Mi cuerpo notablemente lacerado después de abusar del alcohol desea permanecer inamovible y apático, recordando los mejores momentos de una reunión improvisada con Fran y Fabricio, dos buenos amigos a quienes me alegra ver en la medida de lo posible, para pasar noches de farra que me dejen destruido pero feliz.
Y es que sucede que en ocasiones siento que un buen trago y la compañía de mis amigotes funge de escape a mi existir, que –como comúnmente sucede- está cargado de vicisitudes; las cuales, de no ser por el consumo eventual de estos brebajes espirituosos, terminarían por resquebrajar la frágil línea de cordura que me mantiene presente en este contexto de efímera realidad a la que tiernamente llamamos «vida».
No he dormido mucho y tampoco deseo hacerlo. Procuro centrarme en contemplar la belleza de cada rayo de luz, analizando la increíble distancia que ha viajado desde su calórica y energética cuna, para terminar en un rincón alejado y diminuto de la tierra. No puedo evitar hacer una analogía con nuestra propia existencia, la cual inicia en un semillero igual de poderoso y termina en un lugar y momento inimaginable, en muchas ocasiones alejado de nuestros orígenes, tal cual como el rayo de sol que lentamente desaparece ante mis ojos.
Reposo por algunos minutos más y al levantarme percibo con extrañeza una creciente liviandad en mi cuerpo. Observo mis manos, toco mi rostro y me miro en el espejo sin encontrar algún cambio o anomalía que me llame la atención, por lo que continúo con mi penosa puesta en acción. Me coloco una muda nueva de ropa y me calzo las zapatillas blancas, manchadas por el uso y por algunas melosas gotitas de licor que seguramente cayeron desapercibidamente en ellas, presentándose como testigos mudos del descontrol imperante hace solo unas horas.
Salgo de mi habitación y mientras doy algunos pasos en dirección a la cocina siento que mi cuerpo cada vez pesa menos. No comprendo esta sensación tan novedosa y extraña, así que decido atribuirla a la mezcla de los diversos tipos de licor, – que a estas horas han de estar corroyendo mis interiores sin piedad- para de esta manera librarme de posibles pensamientos funestos. Es una resaca rara, inaudita en mí, y comienza a preocuparme. Al llegar a la cocina no encuentro a mi madre, quien seguramente salió a comprar algo para la casa.
Por un breve momento me quedo quieto, percibiendo las intensas palpitaciones de las venas en mi cabeza. Se viene a mi mente el recuerdo de un chiste picaresco, contado con jocosidad por Fabricio y me arranca una sonrisa de soslayo; pienso que efectivamente los amigos son la familia que escogemos, con sus virtudes y defectos, para estar en las buenas y en las malas; y si es en estas últimas, mejor aún.
La deshidratación producida por el consumo desmesurado de alcohol comienza a mermar mi resistencia, que, aunque no tiene el mismo aguante de años pasados, continúa siendo de respeto, al menos en el entorno que frecuento.
Siempre me preguntan ¿qué hago para permanecer endeble ante las peores resacas? La respuesta es sencilla: Me aguanto el dolor, acepto las culpas que cada vaso ha instalado en mi cuerpo, o quizá realizo una suerte de penitencia por los buenos momentos de borrachera, que – casi siempre- tiene como fase final la desagradable resaca; esa a la que muchos espíritus débiles sucumben, imposibilitados de soportar la carga de expiación adquirida en la farra. No hay secretos, ni los habrá. Solo se trata de aceptar noblemente los estragos de una diversión incomprendida y profundamente mal catalogada, así de simple.
Deseo con anhelo tomar una gaseosa helada, que mientras más raspe mi garganta, -maltratada en la junta alcohólica por la excesiva producción de palabras- mejor; pero no encuentro ni una sola en el refrigerador, así que me veo obligado a salir a la calle y conseguir una.
Busco el dinero entre los bolsillos del pantalón, cojo mis llaves y salgo raudamente de casa. El golpe del viento matutino del ordinario barrio donde vivo es fresco, dándome una percepción de libertad, que sumada a la creciente ingravidez de la que vengo siendo presa me dan la sensación de volar. Y así, casi levitando, llego hasta la bodega de la esquina. Entro en ella y saludo lo más naturalmente posible a la dueña, como buscando ocultar mi descompuesto rostro con una amañada sonrisa, copiando el guion de un payaso embriagado de desgracias. Para mi asombro este no recibe respuesta. Quedo algo sorprendido y vuelvo a la carga, esta vez con más determinación, le pido directamente la gaseosa helada, pero nuevamente soy eludido.

  • ¿Tan inoportuno soy que no merezco ser atendido? Le pregunto, alzando medianamente la voz y con cierta ironía.
    Pero el silencio se mantiene inquebrantable, dejándome desconcertado. Me apoyo sobre la columna de la entrada y la miro con una cara idiotizada, buscando su mirada, siguiéndola con cólera; pero es en vano, es como si me hubiera vuelto invisible. Permanezco parado, irresoluto de cómo actuar, entonces una mujer de mediana estatura y cabello burdamente teñido de rojo entra en la bodega, haciendo sonar atrozmente los tacos de sus zapatos. Grande es mi sorpresa cuando después de saludarse empiezan un dialogo muy confianzudo, como si yo no estuviera presente allí.
    Notablemente irritado le recrimino.
    -Disculpa, ¡yo viene antes que la señora, solo quiero una gaseosa, véndemela por favor!
    Lo digo con aspereza e imperativamente, para solo tener por contestación su cruda indiferencia. Me desespero y siento como la impotencia me arrebata la calma, salgo ofuscado y busco alguien con quien descargar mi frustración, miro en todas las direcciones, pero no encuentro a nadie. Empiezo a correr y siento como mis pies se comienzan a elevar del suelo. Se apodera de mí una lamentable sensación de impertinencia a este mundo y presiento que mi muerte está cerca. Claro, siempre fiel a mi hipocondría.
    En plena exaltación existencialista, doña Charo, la más jodida de todas mis vecinas aparece doblando la esquina con una gran bolsa de mercado, cargada de provisiones y chucherías para su familia. La observo flemática y abyecta como siempre, entonces presa de mis tribulaciones decido despedirme de este infausto mundo con una travesura; cojo velocidad y con todas mis fuerzas lanzo un inútil grito mientras me abalanzo sobre su amorfo cuerpo, rastreo su mirada asustada y siento como traspaso sus entrañas, tan igual como Gasparin cruzando una pared.
    Estoy perplejo por lo ocurrido, pero doña Charo voltea pasmada, como buscando a su alrededor esa fuerza extraña que acaba de atacarla, se persigna y sigue su camino, acuciosa y meditabunda. Mientras tanto veo cumplido – en mis aparentes últimos instantes- un sueño aplazado por más de veinte años. Me convenzo, los sueños son realizables incluso antes de nuestro final.
    -Es evidente-, digo. Me he vuelto invisible, un fantasma, un ente que está por asistir a las postrimerías de su existencia. Pienso que seguramente estoy recorriendo los lugares por donde caminé, borrando mis pasos de este mundo. De buenas a primeras comprendo que se equivocaron al decir que cuarenta días antes de nuestra muerte comienza nuestra conversión para vivir en otro plano, por lo menos a mí me agarró a la desprevenida y ni tiempo de despedirme como debe ser me dio. Bueno, asumo que así estaba prescrito mi final.
    Decido volver a casa, poner un disco de los Ratones Paranoicos y licenciarme de esta vida con dignidad y estilo, me desvisto nuevamente y con el poco de energía restante que mi cuerpo almacena me meto entre las frazadas pesadas y duras, cierro mis ojos sintiendo una absoluta calma. Cuando voy a entregarme al sueño eterno advierto el cantar de un gallo que me escarapela el cuerpo, siento como de golpe una energía rígida y angustiosa atraviesa mi cuerpo. Con mucha aflicción abro mis ojos, lentamente miro a mi alrededor y me encuentro cubierto de sudor, con la impresión de un agudo y penetrante dolor en el pecho. Reconozco mi cuarto, oscuro y quieto. A lo lejos suavemente comienzo a oír el compás de una salsa romántica y detecto que proviene del radio de la cocina; en medio de mi desconcierto no puedo evitar sentirme alegre al escuchar cantar a mi madre vivazmente:
    -Devórame otra vez, ven devórame otra vez-.
    Y sin pensarlo corro a devorarla, pero a besos. Llego hasta la cocina y la encuentro hacendosa y radiante como siempre, preparando el almuerzo. Le beso, hasta atestarla y dejarla al borde del asombro. Contrariada por mi insólita actitud me pregunta:
  • ¿Qué pasó hijito?, el trago te puso meloso carajo. Me lo dice mientras se ríe y me devuelve sutilmente algunos besos.
    Luego intento recapitular todo lo que pasó, con la seguridad de haberlo realmente vivido. Tomo por fin la gaseosa helada y advierto como raspa más que otras ocasiones mi pastosa garganta. Es increíble como hace solo unos momentos me enfrentaba a la tristeza más triste del mundo y ahora, escucho esas salsas, que, a pesar de su veteranía, evocan mi niñez y muchas otras remembranzas en compañía de mi madre.
    Siento otra vez el peso de mi cuerpo y me contento de poseer esos kilitos de más, que simbólicamente me hacen poner «los pies en la tierra». Me rio estúpidamente y percibo por fin el dolor y la pesadez en mi cabeza. La borrachera estuvo buena, pero aparentemente la resaca estará mejor.

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