Título: POTOQCHI
Autor: JUAN LUIS ESPINOZA CHINCHON: Seudónimo: La Vicuñita

Juan Espinoza nació hace 50 años en el distrito de Aurahuá de la provincia de Castrovirreyna región Huancavelica. Tiene importantes logros literarios, entre ellos: Primer puesto en poesía con el concurso «Rescate por la Memoria 2004», organizado por la Asociación SER. Segundo puesto en el concurso de poesía Quechua «Huk ñiqin harawipi atipanakuy» 2008. Mención honrosa en el concurso de poesía Quechua «Iskay ñiqin harawipi atipanakuy» 2009. Mención honrosa en el concurso de cuento «Inca Garcilaso de la Vega», convocado por el Dominical de «El Comercio» y el Ministerio de Educación.

POTOQCHI

La casa de cinco esquinas tenía el rostro muy particular: Único. Inigualable. La casa era como un nido cálido que guardaba la verdadera imagen de Huancavelica. ¿Sí? ¡Sí! En esa hermosa casita encontré el rostro virginal y las miradas más antiguas de La Tierra del Mercurio. Descubrí la verdadera raíz de nuestra tierra querida. Encontré las ideas más antiguas amarradas en el mantel y guardadas dentro del baúl. Las manos del pueblo, tus manos, nuestras manos colgadas en las paredes exponían su trabajo. La primera vez que ingresé me encontré a mí mismo. Ahí estaba yo como en un espejo. Sentí vergüenza, me ruboricé. Imagínate, verte a ti mismo. No miré únicamente mi rostro, miré mi corazón. Vi mi propio latido, me asusté; pero comprendí que yo era huancavelicano. ¡Yo soy huancavelicano! Tú, eres huancavelicano. ¡Somos huancavelicanos! La casa guardaba imágenes a modo de recuerdos eternos. Nuestras imágenes estaban vivas. Tu bella imagen vivía. La casa era tan casa que guardaba nuestros corazones. Aquella vez no solo me miré, también, te vi y nos miramos. Lo más curioso es que nuestros corazones latían como de un niño inocente. Yo no sé por qué vivíamos en aquella casa. Yo no sé cómo fuimos a parar allá; pero en los regazos de la hermosa casa estábamos tú y yo. Después, descubrí que tú eras yo y yo tú. Tú y yo en la casa. La casa de cinco esquinas misteriosamente guardaba la verdadera imagen de Huancavelica.
Yo nací, lentamente, de a poquito, gracias a la benevolencia de Juvencio. Tu historia merece una mirada retrospectiva. ¿Sí? ¡Sí! Juvencio era… un humilde pastor; pero, el más querido de Aurahuá. Como todos los días, después de pastar el ganado, regresaba con la tarde a la estancia, pero antes dejó el ganado cerca a la estancia y se apresuró llegar a la choza para preparar el yantar dulce. Pero sucede que al patrón lo encontró retorciéndose de dolor. Su grito era agónico. No tenían voz. Juvencio preguntó desesperado: ¿qué tienes, patrón?, ¿qué te pasa?, el patrón respondió con un silencio expirado y pausadamente se iba petrificando. Juvencio tomó las manos del patrón y con el dedo pulgar descubrió que el maldito viento arrastraba al cementerio. Orinó en el sombrero e inmediatamente se enfrentó a la muerte, con energía y astucia. Juvencio haciendo un esfuerzo descomunal le hizo tomar el orine al patrón. El patrón pensó que era agua cruda. No sintió el sabor del orine. Juvencio desesperado corrió a recoger las hierbas y flores curativas para hacerle sahumerio. Enterró su coquita menuda y su llipta en el suelo en señal de pago al cerro más alto: «¡Por qué te quieres llevar a mi patrón!» «¿Por qué?, ¿por qué?», imploró de rodillas con una inmensa reverencia y pidió salud por su patrón al Tayta Wamani. El patrón, lentamente, se acostó… y se petrificó sobre el pellejo. El patrón después de un sueño tranquilo despertó sano. El patrón de agradecimiento le obsequió el corral abandonado que tenía en la Avenida Ernesto Morales y Colmenares. Juvencio lloró de alegría. La pared derruida empezó a reconstruirlo. Trasladó piedras de las pendientes de Qullpayaku. Obtuvo mucha tierra del hoyo que cavó en el centro del patio. ¿Quién pensaría que un pastor de ganados iba a construir una casita en cinco esquinas? ¿Él no tenía mucho dinero? No. No y no. Él no tenía nada. Era un pastor humilde. Un pastor común y corriente. Conocía auquénidos, ovinos y nada más. Sí, yo construí la casa de cinco esquinas con piedra y barro. La paja brava trasladé desde las pendientes del cerro Potoqchi. La paja en el techo silbaba con el viento las melodías del mundo andino y al son del silbido a veces zapateaba. La casa, que digo, nuestra casa, sí, nuestra casa humilde es como mi madre que me cobija en su regazo. Construí de a poquito. Tiene un corazón humilde. Juvencio estaba acostumbrado a vivir en la cueva; pero desde mi nacimiento vive en mi corazón. Duerme al rincón de mi alcoba sobre el pellejo, muy placido. Pobrecito.
La primera vez que entré a la casa encontré detrás de la puerta la montura. Pendía de un palo la brida y la rienda. Me detuve a mirar y ahí estaba la gran historia del potro: El Alazán que viajaba los caminos más sinuosos. Encontré los grandes triunfos de la carrera de caballos en la pascua o la gran llegada de los negritos. Oí el sonido taladrante de sus herraduras, era como ver una película mi amigo, Oropesa. El caballito era manso tan manso que cuando Juvencio se caía borracho lo cuidaba como a un niño. Se supone que usted también lo vio. Al rincón de la casa estaba el baúl que guardaba en secreto el lado humano de Juvencio. No había dinero ni joyas. Estaba secretamente la dignidad de Huancavelica, de nuestra Huancavelica. Sí, la manta con su imagen ancestral envolvía muchos recuerdos. Sus colores, pintados por las plantas más aromáticas, sembraba la vida. También, encontré en el fondo del baúl la honda que dibujaba el cielo azul y las miradas del cerro Citaq. Las polleras de su esposa pintaban la sonrisa eterna en sus colores. Allí estaba todo su preciado trabajo. Cerca al baúl descansaba el pico y la lampa que muchas veces trabajaron hermanados. Los costales tejidos en el telar de la vida servían de poyo. Los costales eran viajeros que traían la papa, cebada, el maíz.
Pero, un día mientras la casa florecía con su sonrisa natural llegó el maldito dinero y empezó a destruir la casa. Te destruyó sin piedad. Me destruyó sin compasión. Lamentablemente nos destruyó. Se llevaron nuestras entrañas. Despedazaron nuestra dignidad. Tú dignidad. Nuestra imagen. El tractor arrasó todo sin piedad, no oía súplicas ni ruegos. No valoró los sacrificios de Juvencio. La esencia de la tierra la tiraron al río. El río Ichu agoniza de pena desde aquel día. Agoniza. Agonizamos. Nadie defendió nuestra casa. La destrucción me despedazó y se supone que tú también lo sentiste. Hoy se ha construido un edificio en reemplazo de la casa. No tiene la humanidad de las kankanyas. Pisotearon nuestras costumbres, marginaron nuestras bellezas y la sepultaron todo lo nuestro con el cemento y el fierro. El edificio imponente mira con desdén al pueblo. Un día ingresé al edificio. Olía a cristal. No encontré un verdadero humano. Todo era ajeno y extraño. Los dueños vivían pegados al celular. Nadie conversaba con nadie. El dinero los tenía capturados, enrejados. Sentí asco. Hui. Y, desde aquel día lloro. Lloramos. Yo no sé hasta cuando lloraré. Quisiera recuperar aquella casa. Su aroma, su imagen andina. Mi trabajo. Tú trabajo. El trabajo del pueblo. ¡Nuestro gran trabajo! Quisiera desempolvar el huaynito de la paja brava que me hacía bailar los latidos de mi corazón. Hasta cuándo estaremos así, agonizando. Estaremos así, hasta que vuelva la verdadera casa con su imagen de humano, tú casa, nuestra casa…

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