Título: DEL BARRO NACE LA LUZ
Autor: ALEJANDRO DULIO MEDINA YCOCHEA – Seudónimo: Yachaywasi

Alejandro Medina es abogado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, politólogo, escritor, fotógrafo y artista plástico. Nacido en Jesús María. Director de la Revista Internacional de Cultura Poesis Abditus. Ganador en Segundo puesto en Poesía del Concurso Nacional Antenor Samaniego Samaniego (2018). Ganador del Primer Lugar de Poesía del Concurso «La Pluma de Oro II» de la Municipalidad del Callao (2017), considerado el mejor poeta del puerto. Ganador del Primer puesto del Concurso de Poesía Antología del Amor en Chicago, USA. Ha publicado en el país y en el extranjero. Presidente Nacional de Asuntos Académicos de la Unión Hispanomundial de Escritores. Delegado Cultural de Odisea de las Artes de Chile. Gestor cultural, conferencista, realiza labores sociales y educativas gratuitas de modo permanente.

DEL BARRO NACE LA LUZ
Estaba el hombre sentado sobre una pirca, mirando el inmenso horizonte sicaíno. El crepúsculo dibujaba imágenes escarlata; rastro de un sol ya furtivo. El hombre padecía de nostalgias, tenía mil dudas cuando exploraba el futuro, cuando se alejaba del mundillo provinciano y se perdía en pensamientos mayores y cuestionamientos filosóficos. La campiña, inmensa y despoblada, con apenas unos manchones blancos de corderos apacentando, mostraba sus chacras como una vasta alfombra de verdes geométricos que se desvanecían en el azul lila de los cerros. Con seguridad, el hombre adoraba esa paz, ese silencio que solamente se cortaba con el chirriar de insectos y el armónico silbido de algunos pajarillos.

«Don Antenor», le dije al aproximarme. Como no me hizo caso, tuve que palmearle levemente el hombro. Yo me encontraba a sus espaldas, al pie de la pirca, parado sobre el borde del camino de herradura que conduce a Sicaya. Percatado de mi presencia, alejó de sus labios una pipa humeante que fumaba y volteó para verme; pude ver, entonces, sus ojos oscuros sosegados y su barba perfectamente recortada.

  • Vengo de su casa, don Antenor, me dijeron que estaría por aquí… Necesito conversarle, ¿se podrá?
  • ¿Quién eres? –me preguntó, con palabras suaves.
  • Soy Julio Garrido, de los Poetas del Pueblo, queremos pedirle que sea parte de nuestro grupo –le confesé exultado.
    Lo miraba allí instalado, sentado sobre el murete de piedra y barro como si fuera parte de esa naturaleza, como si viera a un viejo sauce recostado a la vera del camino, y nada más. Atinó a responderme con una sonrisa. Entonces, trepé la pirca y me senté a su lado, dispuesto a conversarle: «¿Qué le preocupa, don Antenor? ¿Acaso es la muerte? ¿Acaso el saber sobre Dios?». «Mi buen amigo, (esta vez, sí me respondió) tras los astros hay un ser divino que lo estoy buscando con mi sufrimiento». Y añadió que había aprendido a encontrar a Dios tras el dorado sol ocasino de las tardes y en el plenilunio de las noches serranas; estrelladas y poderosas, noches serranas.
    Ya entrados en confianza, me contó que el alma del poeta siente con esa perversa intensidad que le arrastra al inevitable sufrimiento: «El poeta todo lo siente, amigo. Vive la alegría del pueblo; pero también saborea su dolor, las humillaciones que sufrimos los serranos frente a los costeños, las injusticias que los poderosos infligen a los pobres, el abuso que cometen las autoridades contra los débiles… En fin, todas estas cosas son las que rebelan a un hombre justo, cuando éste ama a su pueblo»… Antenor hablaba, y yo le seguía escuchando como si me oyera a mí mismo.
    La tarde se nos iba para abrir paso a la noche. El frío ya se hacía sentir. Antenor dio una nueva boqueada a la pipa para calentarse. Sobre nuestras cabezas, los eucaliptos arremolinaban sus altas copas bajo el arreciar del viento. Saqué mi libreta de notas de pasta de cartón y me premuní de un lapicero de plástico. Estaba urgido de escribir sobre eso, sobre el hombre sentado con la mirada puesta en el horizonte, anotar sobre los últimos fulgores del sol dorando el campo.
    Me decía Antenor, tal vez para que tome nota de sus palabras: «Debe saber usted, señor mío, que estoy escribiendo un libro dedicado a Vallejo, sopesando en él su obra con la debida imparcialidad y desde un plano netamente ‘inmune’ a la veneración personal; esto, para revelar, con absoluta objetividad, toda su grandeza… Pero no se crea que sólo le profeso amor a la poesía. Presumo, que si es que me quieren en los Poetas del Pueblo, es porque conocen sobre mí y ya saben que también escribo teatro, narrativa, ensayo, prosa didascálica y notas periodísticas… Amo escribir; amén del inmenso amor que siento por Ruth, mi esposa, y claro, el que le tengo a mi terruño…». Luego de dar un respiro profundo, prosiguió: «Hace un momento, usted me preguntaba en qué estaba pensando, pues le respondo ahora: me preguntaba si vale la pena vivir sólo para la literatura. Mire usted, pienso en todo lo que he escrito y en todo lo que posiblemente escribiré… y, me preocupa, que tanto trabajo se pierda por no ser un lameculos ni adulador de editores». Ambos reímos.
    Justo estaba deglutiendo sus palabras, cuando de pronto me mostró sus manos, pulcramente arregladas. «¡Con estas manos fuertes cogí el azadón y abrí surcos en la tierra!». Era de verse que su gesto no obedecía a la soberbia; simplemente quería explicar lo que un campesino de Sicaya podía conseguir en la vida: que del barro surgiera la luz. Pues, eso fue lo que me dijo: «Del barro nace la luz». Y reconocí en esas palabras su legado. Una obra fiel a su vida. Un auténtico poeta de la talla de Carlos Augusto Salaverry, José Santos Chocano, Martín Adán y César Vallejo. «La historia te dará lo tuyo, Antenor». No sé, si se lo dije o sólo lo pensé; o tal vez sólo fue el viento serrano, que murmuraba palabras.
    Unos flequillos amarillos se deshilachaban de las nubes coloradas del celaje. Previendo que pronto oscurecería, le pedí acompañarlo para retornar juntos al pueblo. Pero éste no me hizo caso. Parecía no oírme. Más bien fijó su atención en unas pichiusas que a la distancia remontaron vuelo. Cuando las aves se perdieron a la vista por completo, devolvió nuevamente la mirada al crepúsculo; que dramáticamente agonizaba frente a nosotros.
    Al poco rato, otras pichiusas sobrevolaron nuestras cabezas, exaltadas. En ese momento se sintió un fuerte golpe de viento. Percibí en aquel fenómeno un carácter sobrenatural. Inadvertidamente, ambos estábamos sometidos a la tiranía de una fuerza natural extraordinaria. La ventisca era muy fría porque descendía de la mismísima cordillera. Antenor, maravillado, menos quiso moverse. Mientras tanto, el viento soplaba fuerte sobre los pastizales. Ante nuestros ojos se agitaban en remolinos los sembríos de maíz, quinua y oca. La respiración de la naturaleza exhalaba su aliento vigoroso. Respiraba ruidosamente: nos bramaba. Yo estaba asustado, pero Antenor parecía no estarlo, tal vez pensaba que los apus se enseñoreaban nuevamente de esta tierra que antes de la llegada de los españoles, fue suya. Instintivamente me cubrí con la chashacata que solía llevar en mis salidas al campo, por si el frío arreciaba. Nuevamente se lo pedí, casi le rogué para que nos fuéramos, pero parecía no oírme. Me declaré vencido. Y como estaba decidido a no abandonarle: me quedé a su lado; sentados uno junto al otro, simplemente esperando a que la ventisca se calmara.
    Antes de que oscureciera del todo, alcanzamos a ver como las hojas -arrancadas de los árboles- revoloteaban locas bajo la vorágine del viento. Después ya no pudimos ver nada. Se cerró la noche. Entonces fue preferible cerrar los ojos y buscar soportar las inclemencias del frío ovillándonos como pudiéramos, cruzando los brazos sobre el pecho y juntando las piernas. Al rato terminamos dormidos, víctimas del abatimiento, quedando abandonados a nuestra suerte… Pero, en cierto punto impreciso del tiempo, desperté. Recobré la conciencia. Y era como si no hubieran transcurrido las horas, como si simplemente hubiera dado una pestañeada. Pues, frente a mí, se pintaba de nuevo el inmenso horizonte sicaíno con su crepúsculo manchado de escarlata dorada. Fue cuando alguien me dio una palmada en la espalda y me llamó por mi nombre: «Don Antenor».

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