El sentimiento indígena en la poesía de Vallejo

En primer término se advierte en «Los Heraldos Negros» como nota predominante, al decir de Mariátegui, el sentimiento indígena.

Más, esto no quiere decir que la poesía de Vallejo sea indianista o indigenista. Absurdo sería pretender situarla en uno u otro campo. Sin embargo, es posible hallarle parentesco con el llamado movimiento indigenista, aparecido en la postrimería de la segunda década de nuestro siglo. Y, dígase ¿qué es el indigenismo? ¿Doctrina estética o social o comporta una actitud frente a la historia y la cultura? Es indudable que, antes del movimiento indigenista, había ya gérmenes de inquietud por comprender los problemas vitales del indio; mas toda la literatura de este jaez -acopio pasajero de leyendas, ritos, fábulas, creencias y costumbres precolombinos-, no es sino historiografía, forma superflua de la literatura que se prolonga hasta los siglos posteriores. El indio no es más que un motivo exótico de crónicas y relatos. Esto demuestra que aún no había verdadero interés por comprender ciertas propiedades psíquicas del indígena. En el mismo Mariano Melgar, que es el antecesor inmediato a Vallejo, se intuye una especie de casual renacimiento de los baraws y wallinas empleados por los compositores quechuas. Pero hay que reconocer que Melgar es de los primeros en romper la muralla de aquel pozo que es el alma indígena. En èl encontramos al poeta de instinto, tanteando el pulso y el meollo, y en Vallejo, al vate de genio descubriendo la entraña, la raíz. Por otra parte, sólo en nuestro siglo se inicia una campaña por la solución del problema del inicio. Con el ensayo, la sociología y la política se toma en cuenta al aborigen, no como un ser exótico y ornamental ni como mero factor de producción, sino como entidad, como persona.
Aida Cometta Manzoni ha hecho un valioso estudio al respecto, distinguiendo entre lo que es el indianismo y el indigenismo (El indio en la poesía, BS. AS. 1940). Por lo primero comprende la actitud humana en cuanto a la forma, actitud contemplativa, romántica, interpretación de lo adjetivo e intrascendente. Por lo segundo entiende la correlación entre actitud y esencia, es decir, el contenido real y permanente, el ser en sí del alma indígena. Aclara, además, que el movimiento indigenista es de carácter endógeno, mientras que el indianismo es todo lo exógeno.
Frente a este movimiento que comprueba la hora histórica del indio, la poesía de César Vallejo consume el aliento de la tierra en vísperas de hallar su cauce definitivo. El hombre no es sino un summum palpitante y orgánico cuyo destino emana del libro terrestre. La maternidad terrígena se prolonga por dentro de sus criaturas. Este sello fatal se manifiesta en las fuerzas instintivas que no son otra cosa que una especie de regresión a la naturaleza. El artista no es sino el hombre que interpreta la realidad frente al misterio que lo envuelve. El mundo aparece desdoblado en estos dos conceptos: realidad e idealidad. El hombre está situado ante este mundo bipolar con su sola fuerza instintiva, rodeado de fenómenos inexplicables. Acción y contemplación son las formas únicas de oponerse y reaccionar a sus manifestaciones. El artista es el hombre que siente y capta el mundo en la segunda forma. Actitud de contemplar las cosas en su modo formal de darse y no en su esencialidad. El yo del artista es la antena que va captando las recónditas vibraciones de este devenir de cosas. C. G. Jung anota: «La comprobación de este hecho podría dejarnos completamente fríos si los poetas no fueran lo que son, es decir: poetas, seres capaces de interpretar lo subconsciente colectivo. Son en su tiempo los primeros en captar las misteriosas corrientes del subsuelo y expresarlas, según la facultad individual, en símbolos más o menos elocuentes. Vaticinan, pues, como verdaderos profetas, lo que ocurre en el inconsciente, «lo que es la voluntad de Dios», según el lenguaje del Antiguo Testamento y que con el tiempo ha de emerger en la sobrehaz como fenómeno de carácter general» (Jung, C.G.: Tipos Psicológicos).
En César Vallejo se reúnen las legítimas cualidades del creador. Por primera vez hallamos, a través de su obra, trasunto inmediato del hombre milenario ceñido a su propia realidad. Antes de él toda gesta poética era puramente una proeza mental, una lucubración que no obedecía a necesidades ontológicas. Para ser poeta bastaba cierta destreza en el dominio de la retórica y cierta liricidad frente a un estímulo precario. Con César Vallejo la poesía viene de adentro. Poesía que brota de la entraña del hombre y del paisaje, algo así como un conducto de sangre en que cada palabra es un desprendimiento de la carne, del espíritu:
Hay golpes en la vida, tan fuertes. ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios, como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma. ¡Yo no sé!
(«Los Heraldos Negros»).

Creemos de que en el fragmento anterior se halla expresada la psicología del hombre que puebla nuestras latitudes, mezcla de todas las razas, en la que nos es difícil encontrar un estricto equilibrio anímico, por las fuerzas contrarias inmersas en su estructura orgánica, aunque sí un desorden propio de un mundo caótico y amorfo, como es América en su vasta totalidad. Las razas occidentales difieren de las razas aborígenes. En las primeras predominan una ósmosis entre lo psíquico y lo físico y una relación recíproca entre las facultades espirituales. De allí que el hombre occidental sea más intelectivo al revés del americano que es agudamente instintivo. A este respecto anota Keyserling: «El hombre suramericano es esencialmente taciturno. Tanto más taciturno cuanto más profundo es. Cuanto más grave es su conflicto, más retiene su voz. Lo importante no es nunca expresado sino sólo aludido, e inversamente sólo lo aludido es comprendido en el acto. El espíritu teme aquí la luz. El contacto que a los hombres de la superficie procura l apalabra es procurado aquí por el silencio. Toda intelectualidad autóctona es pasiva, e impasibles los rostros. La expresión impenetrable, sorda y ciega, pero al mismo tiempo acechante y preñada de amenazas, que allí muestran muchos más hombres de los que puede haber malvados, refleja la mirada de los anfibios y los reptiles de aquel continente. Hasta el espléndido entusiasmo que a veces estalla con volcánica violencia en el hombre suramericano, tiene algo de reptil. Semejan el bronco impulso de anaconda real, que después de lanzarse en un salto formidable vuelve en el acto a su entumecida apatía» (Meditaciones Suramericanas). Y más adelante agrega: «EL suramericano es total y absolutamente telúrico». Nosotros no estamos de acuerdo en muchos puntos con el filósofo germano, quien parece haberse detenido más bien en el aborigen de las hoyas amazónicas y las llanuras desérticas. El nativo de las selvas y los desiertos no es el tipo específico de que algunas de sus características se encuentren a lo largo del continente, en el hombre de la raza cósmica de que habla Vasconcelos. El hombre arquetipo es la síntesis de este sinnúmero de variedades y sus caracteres son peculiares tanto al habitante de las regiones antillanas como al de la Tierra del Fuego. Hay, pues, una indudable homogeneidad y nosotros queremos, precisamente, fincar nuestra reflexión en lo que hay de sustancial en las manifestaciones psicológicas.
Vallejo, como hombre no sólo de su época sino de la historia, como queda anotado, es la conjunción vital de estas razas, ecuación de mestizaje, por la que halla su más cabal expresión la escondida levadura sensitiva del nuevo indio de que habló Uriel García en su mocedad combativa. Los versos que siguen justifican nuestra tesis:
Yo soy el coraquenque ciego
que mira por la lente de una llaga,
y que atado está al Globo,
como a un huaco estupendo que girara.

Yo soy la llama a quien tan sólo alcanza
la necedad hostil a trasquilar
volutas de clarín
volutas de clarín brillantes de asco
y bronceadas de un viejo yaraví.

Soy el pichón del cóndor desplumado
por latino arcabuz;
y a flor de humanidad floto en los Andes,
como un perenne Lázaro de luz.

Yo soy la gracia incaica que se roe
en áureos coricanchas bautizados
de fosfatos de error y de cicuta.
A veces en mis piedras se encabritan
los nervios rotos de un extinto puma

Un fermento de Sol;
¡levadura de sombra y corazón!

(Huaco – «Los Heraldos Negros».

Indudablemente que, para Vallejo el huaco es el símbolo del arte precolombino. También lo fue para las culturas pre-incaicas. En el huaco están expresados todos los matices del sentimiento, problemas e inquietudes del alma indígena. Es la elaboración de un arte primitivo, pues, el huaco es un verdadero texto que nos ilustra acerca de la multiplicidad de costumbres autóctonas. De ahí que dentro de la reflexión vallejiana la muestra figulina adquiera un rango de primer orden cuando es comparado con el globo terrestre en torno al cual gira su espíritu.
En el poema que comentamos, vamos, además, todo un compendio de motivos netamente americanos como son la llama, el cóndor, los coricanchas el puma, las piedras y el Sol. Las palabras anotadas van seguidas de otras como clarín, arcabuz, Lázaro, etc. De esta suerte Vallejo consigue anastomosar motivos e ideas, al revés de otros poetas – Juan de Arona, González Prada, Valdelomar – Que consiguieron sólo aderezar vocablos de este jaez en un puro afán ornamental y exotista. En Vallejo es una necesidad expresarse por estas dos vías. Idiomática y ontológicamente le es connatural abrevar de las dos corrientes históricas de sus antepasados. También, encontramos de inmediato la relación del hombre y del paisaje, relación que se hace más patente ahí donde el primero se enfrenta a los obstáculos que contrapone la naturaleza. El hombre del llano suele por lo común someter el ambiente, en tanto que en los medios abruptos –topografía contrastada-, se ve obligado a ofrecerle resistencia, a replegarse en sí mismo, en una especie de petrificación adusta, silenciosa.
El hombre de nuestras costas es esencialmente extravertido. Tiene el espíritu en forma horizontal, amplio, abierto. Tiende a la posesión de cuanto lo rodea, llevado de su pasión de aventura y dominio innatos a su carácter. En cambio, el hombre de nuestras sierras, es profundamente intravertido. Su configuración espiritual es vertical a semejanza de las cumbres interpérritas, cortadas por profundos abismos, insalvables aristas y mortales recodos. De ahí ese hermetismo propio del hombre de la sierra. Actitud hierática, contemplativa, acechante, detrás de un pesado silencio a través del cual las palabras se rompen como el hierro que brota de las entrañas terrestres, al decir de Rilke.
Y cuando Vallejo expresa: «. . . y lábrase la raza en mi palabra /como estrella de sangre a flor de músculo», no hace sino conjugar el alma del paisaje y el suyo propio, ensamblados en sus profundas raíces. Son caracteres del paisaje serrano, además de a altura y la profundidad, la desolada extensión de los páramos o punas, donde la frecuencia de cortinas de niebla imprime una deprimente tristeza en el ambiente. Santiago de Chuco, por los 3500 metros de elevación sobre el nivel del mar, muestra los rasgos característicos de la región llamada Suni, según Javier Pulgar Vidal, con sus contornos las haciendas Menocucho, Angasmarca, Llarcay, Sangual, Calipuy, Porcón y Juncal, frígidos unos y templados otros, dándonos los contrastes propios de la sierra.
Ya que hablamos de las diferentes regiones de la sierra, creemos necesario hacer una advertencia al respecto. Diferentes autores han opinado que el contenido ideológico no es el mismo. Uriel García clasifica la topografía nacional atendiendo a la etimología quechua de los suyos o lados en: 1o. Anti, o región de la selva, donde el alma del hombre presenta aún una forma elemental, primaria; 2o. Cunti, o la sierra propiamente dicha, que significa tradición o apego a la tierra; 3o. Colla, región de las llanuras donde el hombre es esencialmente conquistador y 4o. Chincha, región de la costa, propia del alma del inmigrante, inestable como el mar (El nuevo Indio). Luis Alberto Sánchez, clasifica sintéticamente en esta forma: el Sur, zona de volcanes y bravas cordilleras a la reforma: el Sur, zona de volcanes y bravas cordilleras a la que considera como la región de los alzamientos y los recios caudillos a lo Vigil, Luna Pizarro y Miguel Ángel Urquieta; el Centro, región del remanso y la fuga donde surge el picante humor de Palma y Segura y la crítica constructiva de González Prada y Mariátegui; el Norte, región de la serenidad y el recogimiento en que se abre la poesía intensa de César Vallejo y la fuente filosófica de Orrego y Mariano Iberico Rodríguez.
Ciertas o no tales teorías, el caso es que la poética vallejiana corresponde a la región del cunti, según Uriel García, y a la región del norte, según Sánchez. Pues bien. La fisonomía de la sierra corresponde a un estado de alma proclive a la abstracción y la gravedad. De otra manera no se concibe la obra de Vallejo. La educación de paisaje y hombre que se resuelve en su poesía, hace que ella posea una profunda humanidad. Cada poema de «Los Heraldos Negros» entraña esta sustancia terrígena adobada al sentimiento. No otra cosa viene a constituir su estro que, en todo instante, se da como un tamiz a través del cual ciérnese el drama humano en razón de humus, de maternidad.
En «Aldeana», del libro en comento, advertimos la presencia rural saturada de un cálido sentimiento de nostalgia provocado por una agonía crepuscular:
Lejana vibración de esquilas mustias
en el aire derrama
la fragancia rural de sus angustias.
En el patio silente
sangra su despedida el sol poniente.
El ámbar otoñal del panorama
toma un frío matiz de gris doliente.

Al portón de la casa
que el tiempo con sus garras torna ojos,
asoma silenciosa
y al establo cercano luego pasa,
la silueta calmosa
de un buey color de oro,
que añora en sus bíblicas pupilas,
oyendo la oración de las esquilas,
su edad viril de toro.
Al muro de la huerta,
aleteando la pena de su canto,
salta un gallo gentil, y, en triste alerta,
cual dos gotas de llano
tiemblan sus ojos en la tarde muerta.

En el poema anterior presenciamos el hogar aprisionado en los tonos crepusculares de un día serrano. Las esquilas de la casa con reminiscencia a hacienda, el espacioso patio, el viejo portón, el buey de oro, la tapia del aledaño huerto, el gallo gentil, etc. Todo es motivación de campo. De este modo se inicia la inspiración de Vallejo. Partiendo del hogar que es eje y cimiento, evoluciona hasta diámetros mayores, no sólo en lo que respecta al medio físico circundante sino a la esencia del paisaje que es lo fundamental. En «Los Heraldos Negros» y sucesivamente en «Trilce» y «Poemas Humanos», se abre el cauce lírico de Vallejo desde la nota individual hasta alcanzar una dimensión colectivista y universal. La mansión comarcana es raíz, punto de partida en la evolución expansional de la lírica vallejiana. Con razón Mariátegui dijo, comentando «Los Heraldos Negros», «orto de una nueva poesía en el Perú». Eso es, nacimiento, instauración si no réplica. El mismo continúa: «Vallejo es el poeta de una estirpe, de una raza. En Vallejo se encuentra, por primera vez en nuestra literatura, sentimiento indígena virginalmente expresado. Melgar, signo larvado, frustrado, en sus yaravíes es un prisionero de la técnica clásica, un gregario de la retórica española. Vallejo, en cambio, logra en su poesía un estilo nuevo. El sentimiento indígena tiene en sus versos una modulación propia. Su canto es íntegramente suyo» (20).
Veamos ahora. ¿Cuáles son las manifestaciones de este seguimiento indígena? Hay múltiples elementos y Mariátegui apunta sólo dos como los principales: la nostalgia y el pesimismo. No una nostalgia regresiva, no la añoranza, sino una especie subjetiva, una ligazón con la añoranza, sino una especie subjetiva, una ligazón con la tierra, y no la forma paramental que se encuentra en la poesía de los románticos evocadores de la anécdota perricholesca, la suntuosidad cortesana y las fanfarrias académicas. Nostalgia, más bien efluvio psíquico que trae en sus profundidades el sedimento todavía vital de la raza panteísta y adoradora de la tierra, la pacha-mama de los incas. A esta cualidad agrega el pesimismo que, en cierto modo, es un elemento connatural al indio. En Vallejo es, además de espontáneo, una experiencia filosófica y una actitud espiritual ante la vida. En otros poetas el pesimismo se debe a influencias literarias. En Chocano, por ejemplo, es la lectura de Hartman, Schopenahuer y Leopardi. Pesimismo «de-modé» que devora a románticos tanto de allá como de acá. En Vallejo el pesimismo es ancestral, lo que en Chocano es sólo un comedimiento, una empresa temática. Veamos:
Indio de frente taciturna
y de pupilas sin fulgor,
¿qué pensamiento es el que escondes
en tu enigmática expresión?
¿Qué es lo que sueña tu silencio?
¿qué es lo que oculta tu dolor?
¿qué es lo que buscas en tu vida?
¿qué es lo que imploras a tu dios?
-¡Quién sabe, señor!-
(José Santos Chocano).

Trátase de un diálogo entre dos individualidades diferentes. La respuesta –¡Quién sabe, señor! – Es una declaración de duda, de escepticismo, de abulia. Chocano atisba lejanamente la psicología india. No ocurre igual con Vallejo cuando, por ejemplo, exclama: «Hay golpes en la vida tan fuertes » ¡Yo no sé! «, condensa una resolución de rebeldía, una actitud nihilista ante el enigma cósmico, y por ende, una resignación fatalista ante lo insondable del destino humano.
Estos otros versos confirman la actitud de Vallejo:

Y no sé qué se olvidan y se queda
mal en mis manos, como cosa ajena,

He salido a la puerta,
y me da ganas de gritar a todos:
¡Si echan de menos algo, aquí se queda!
Porque en todas las tardes de esta vida,
yo no sé con qué puertas dan a un rostro,
y algo ajeno se toma el alma mía.
(Ágape – «Los Heraldos Negros»).

La voz de Vallejo nos da una sensación de abandono, de soterramiento. Es que por labios del poeta articula la vieja raza. Su acento semeja el alarido del que se hunde en el sepulcro. Su canto de indio nómade de las soledades, configura precisamente este aspecto hipocondriaco del hombre andino que no cree más allá de sus órganos, que nada puede redimirle ni librarle, ningún dios, nada. Este sentimiento que le hace peregrinar por las regiones de la duda, llena como un aliento fatal y vigoroso los cauces líricos de Vallejo, como aquel tema del destino que agobia las sinfonías de Beethoven:
Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde
yo nunca dije que me trajeran.
De codos
todo bañado en llanto, repito cabizbajo
y vencido: hasta cuándo la cena durará.

El poeta se sabe protagonista de un drama hórrido, escalofriante. Sus sentidos captan por doquier las vibraciones del dolor y le dan este sentimiento de agonía, de muerte. No sólo se reduce a dialogar con el destino. Deseoso de respuesta y convencido de que la razón humana jamás podrá dársela, se eleva hacia las regiones metafísicas, como cuando escribe:
Dios mío, estoy llorando el ser que vivo;
me pesa haber tomádote tu pan;
pero este pobre barro pensativo
no es costra fermentada en tu costado:
¡tú no tienes Marías que se van!
Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios
(Los dados eternos – «Los Heraldos Negros»)
Pero este pesimismo, sobre el cual se alza la arquitectura poética de Vallejo, no es ningún elemento negativo; al contrario, afirmativo cuanto más profundo; humano cuanto más real. No es el pesimismo anárquico de González Prada, un pesimismo activo y destructor, sino un pesimismo pasivo, reflexivo, vertical, como constatación de la existencia indígena dentro de la realidad histórica y geográfica.
En suma, la nostalgia no es otra cosa que un estado de alma permanente e irreductible. El pesimismo, una actitud del espíritu, más aún, una forma filosófica, un método semejante al «cogito ergo sum» cartesiano. Vallejo, situado por naturaleza en este ángulo, contempla las cosas y os objetos que lo rodean.

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