DE LA SUPERSTICION AL VATICINIO
Como quiera que el indio se caracterice por la predominancia del instinto, es profundamente animista. Su orden psicológico está formado por sensaciones y no por conceptos.Explica el mundo por símbolos e imágenes antes que por ideas y juicios. La reacción que experimenta en contacto con la naturaleza le aproxima al panteísmo. Todos los pueblos primitivos se caracterizaron por esta nota. Y el indio continúa aún en este estado natural y germinal. Vallejo, antes que interpretar, expresa todas las modalidades indígenas pese al lastre cultural que va modificando su personalidad.
La superstición, otra nota familiar al alma india, se desliza por los versos de Vallejo. «Fabla salvaje», una de las primeras novelas del poeta, está motivada en un caso supersticioso de la sierra. En ella describe con singular destreza este morbo psicológico tomado como personaje a un indígena incurablemente supersticioso y que a la postre muere víctima de esta obsesión. La rotura de un espejo es el eje de toda la trama dramática. La sensación fría y angustiosa va tomando cuerpo. El extraño presentimiento invade y posee las facultades de la víctima. Ciérnese el sortilegio por todas partes. Es la hora en la que se cumple el presagio. Vaya a donde fuere, no podrá ya librarse de las garras del destino. Vallejo nos da toda un alma convulsionada por el complejo supersticioso sin ir demasiado lejos, sin buscar en el argumento el plano objetivo, en los contrastes psicológicos, sino más bien en la simplicidad de un hombre que lucha consigo mismo, con su sombra, su fantasma inseparable. Es que Vallejo siente y escrbe como indico., El mismo no se libertará de este extraños pathos que conmueve sus entrañas como un relámpago sagrado. ¿Es que la superstición es la primera etapa religiosa, como la magia antes del rito? Además, hay que tener en cuenta que el poeta, por el mismo hecho de su sensibilidad, siente con mayor agudeza la multiplicidad de vibraciones del mundo que lo rodea. Así como el sueño es la cristalización de anhelos y deseos almacenados en la región del subconsciente, la superstición, de un modo análogo, viene a ser la momentánea ruptura dl estado vigilante de la consciencia y el asalto felino del subconsciente en el patio de aquella. Si la fe es un sentimiento superior que se orienta hacia algún valor positivo, la superstición obra como contrapeso, como anulación letárgica que amenaza de raíz la armonía entre el espíritu y la idea del bien.
Además. para Vallejo, el mundo está poblado de elementos vitales. La creación misma es como un vasto océano en que todo lo que existe sufre y perece. Esto es el asimismo indígena. La superstición es algo que confiere vida a los objetos. Todo obedece a un riguroso designio inquebrantable. Veamos:
Las piedras no se ofenden; nada
codician. Tan sólo piden
amor a todos, y piden
amor aún a la nada.
Y si algunas de ellas se
van cabizbajas, es que
algo de humano harán.
(Las Piedras. «Los Heraldos Negros»).
Este fragmento basta para indicarnos la concepción animista de Vallejo. Tal vez para la razón fría sea nada más que un capricho poético el querer dotar de vitalidad hasta la cosa inerte, pero para la sensibilidad del poeta ningún objeto pernamece inánime, antes bien, en todo objeto hay «algo» de humanidad, según expresa él mismo.
También los siguientes versos están impregnados de este aliento supersticioso que comprobamos en otros anteriores:
Aguedita, Nativa, Miguel,
cuidado con ir por ahí, por donde
acaban de pasar gangueando sus memorias
dobladoras penas,
hacia el silencioso corral, y por donde
las gallinas se están acostando tardía,
se han espantado tanto.
(Poema III – «Trilce»).
Por lo común, toda superstición entraña la idea de la muerte o una desgracia por acontecer. Todas las rarezas y todas las anormalidades vaticinan siempre algo. De ahí que para el indígena sean motivos de angustia, por ejemplo, que la gallina cante semejante al gallo, que el cuy silbe, que el búho grazne en el tejado de la casa, que el espejo se rompa, que la sal se derrame, que la vela se apague, que la mesa se limpie con papel, que el sombrero se ponga sobre la cama, los zapatos sobre la mesa, etc., etc. Nosotros creemos que todo esto sea ridículo, pero el fanatismo del indio jamás comprenderá lo disparatado de estas creencias. Su carácter sugestionable no admite la explicación racional, de allí que la sugestión opere y contribuya en el cumplimiento de lo presentido. Esto no quiere decir que Vallejo recurra a motivaciones demasiado vulgares. Lo que se explica por la razón no tiene ninguna importancia poética, y no lo toma. Sólo le interesa aquello en que sorprende un velo enigmático de alto poder sugestivo. Esto mismo hace que su poesía tenga cierta densidad misteriosa, cierta vibración patética, como la que insertamos a continuación:
Me da miedo ese chorro,
buen recuerdo, señor fuerte, implacable
cruel dulzor. Me da miedo.
Esta casa me da entero bien, entero
lugar para este no saber dónde estar.
No entremos. Me da miedo este pavor
de tornar por minutos, por puentes volados.
Yo no avanzo, señor dulce,
recuerdo valeroso, triste
esqueleto cantor.
Qué contenido el de esta casa encantada,
me da muertes de azogue, y obtura
con plomo mis tomas
a la seca actualidad.
(XXVII – «Trilce»)
Este fondo indígena que hay en él le hará estremecer siempre frente a un estímulo cualquiera. Gradualmente, el germen primario de la superstición va abandonando su envoltura fatalista para tornarse en actitud de interrogación, en presentimiento, en profecía, manera sensible de adelantarse a los sucesos. El vaticinio del augur se sustentaba en los signos que descifraba durante los sacrificios sagrados. El profeta no es otro que el augur que lee en el libro de la naturaleza. Todo poeta es un profeta en sí. Y Vallejo, desde el desgarrón de su «Yo no sé», es el profeta de su vida, de su drama, de su muerte. En el fondo de su alma se descorren los telones de su serenidad haciéndole entrever los instantes supremos de sus caídas, su agonía, su crucifixión:
«Ausente! La mañana en que a la playa
del mar de sombra y del callado imperio,
como un pájaro lúgubre me vaya,
será el blanco panteón tu cautiverio.
(Ausente – «Los Heraldos Negros»)
Hoy no ha venido nadie;
¡y hoy he muerto qué poco en esta tarde!
(Agape – «Los Heraldos Negros»).
¿Cuándo vendrá
el domingo bocón y mudo del sepulcro;
cuándo vendrá a cargar este sábado
de harapos, esta horrible sutura
del placer que nos engendra sin querer.
(Poema LX . «Trilce»)
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París y no me corro,
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
(Piedra negra sobre piedra blanca – «Poemas Humanos»).
En esta forma, por el asedio de la superstición, la idea de la muerte, el acabamiento final que amenaza quebrar sus coyunturas, Vallejo, se acoquina en sí mismo, vuelve los pasos hacia adentro, guardándose del mundo exterior que entra en él como un designio lúgubre cargado, de ardientes ácidos mortales, de acechanzas, de destrucciones. El poeta que nació «un día que Dios estuvo enfermo», rechaza la materialidad de un universo gastado e inmisericorde, y sin embargo, espera cuanto más ama su vida que es muerte, porque con ella experimenta la lenta agonía de las cosas.