Julio Galarreta González, escritor y profesor universitario,  publica una crítica sobre la novela autobiográfica «Lobos y no corderos». Además de la docencia, que los unió hasta al final de sus días, ambos fueron luchadores incansables por los derechos de los menos favorecidos. 

1945 es un hito epocal con el que se inicia la llamada segunda post-guerra mundial. La derrota del Nazi-fascismo repercute en Indoamérica ablandando dictaduras y abriendo senda de gobiernos surgidos por consulta popular. En el Perú corren aires de libertad y en tal contexto político incursiona en las letras peruanas un grupo juvenil que activa literaria e ideológicamente la vida nacional. El grupo se denomina Poetas del Pueblo y edita Cuadernos de Poesía donde publican sus versos Mario Florián, Julio Garrido Malaver, Gustavo Valcárcel, los hermanos Arias-Larreta, Abraham y Felipe, los primos Carnero, Lucho y Guillermo, Mario Puga, Manuel Scorza, entre otros. Integrando este grupo generacional, Antenor Samaniego ingresa a la Literatura Peruana.

Desde 1945, Antenor Samaniego ha creado una obra literaria que corresponde al polígrafo, pues con fecunda creatividad se ha prodigado como poeta, dramaturgo, antólogo, crítico literario, ensayista didascálico y narrador. Su producción cuenta con más de treinta libros que cubren la variedad genérica de su múltiple actividad creadora: poemarios, obras de teatro, textos escolares y universitarios, antologías, ensayos, cuentos y novelas. Ha sido galardonado con los premios nacionales de Fomento de la Cultura: José Santos Chocano, poesía, en 1946; Manuel González Prada, ensayo, en 1958; Ricardo Palma, novela, en 1958, y, en 1960, Premio Nacional de Teatro compartido con Juan Ríos.

Su obra narrativa se inicia con la novela Del barro nació la luz, en 1960, y en 1966, con Oligarcas de poncho y foete, conjunto de cuentos y relatos, y llega, en 1977, a su novela Lobos y no corderos, publicada por la Editorial Universo de Lima, en su Serie Novela Contemporánea. Esta última confirma en la temática, en la estructura narrativa y en la factura literaria la vocación y las aptitudes de narrador que Samaniego demostró desde su novela primigenia.

Lobos y no corderos es una novela autobiográfica. Este autobiografismo literario comienza, en el Perú, en las páginas nostálgicas y rememorativas de los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega. Con motivaciones políticas o sociales aparece en Cartas Americanas de Manuel Lorenzo de Vidaurre, en Romances Históricos del Perú, de Fernando Casón, en Edgardo de Luis Benjamín Cisneros, en Aves sin nido de Clorinda Matto de Turner, en Hombres y Rejas de Juan Seoane; con lirismo evocativo en Una Lima que se va de José Gálvez, De mi casona de Enrique López Albujar y Caballero Carmelo de Abraham Valdelomar; con episódicas reminiscencias juveniles en Los cachorros y en La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa; con revelaciones de una sociedad mimetizada en Un mundo para Julius de Enrique Bryce Echenique, y con dramatismo de íntimos conflictos en Los ríos profundos de José María Arguedas.

En Lobos y no corderos, la niñez y la adolescencia del narrador preséntanse sin trama argumental ni estructura de sustentación polémica o de tesis. Se trata de una remembranza amena, emotiva, variada en paisajes, ambientes, personales, costumbres y sucesos vinculados con vivencias del protagonista. En esta ficción narrativa hay una suceción armoniosa y sugerente de episodios personales que ocurren en la ubérrima campiña y en la aldeana ciudad de Sicaya así como en los predios campesinos y urbanos de Huancayo. Los episodios novelados se dan en tres ámbitos que le imprimen su peculiaridad ambiental: el hogar, la campiña y la ciudad. El personaje protagónico, quien narra en primera persona, se llama Antuco para unos, y Katuchis, es decir, pendenciero, para otros. Antuco para sus padres, su abuelita Shile, su mamá Felicha, sus tías Fabia y Gaofreda, sus primas Valeria y Rebeca; Katuchis para sus amigos de barrio y sus compañeros de escuela.

El hogar se ha perennizado en la íntima vibración del recuerdo de Antuco, quien evoca las escenas hogareñas, proyectando en ellas, con filial cariño, las figuras del padre amoroso aunque severo, de la madre hacendosa, vigilante y ternísima, a quienes acompañan el abuelo de las faenas agrarias y la abuela de los afanes domésticos. Esta casa paterna sirve de escenario a una serie de sucesos familiares redivivos en la memoria de quien los narra. Sus juegos infantiles, entre ellos el del casamiento, donde Yolanda, niña un poquito mayor que él, lo guía en sus primeras escaramuzas de amor. Sus hazañas danzarinas con la primera Valeria en las comparsas de Noche Buena, organizadas por la abuelita Shile, en las que impresiona por su destreza e indumentaria humanguina. Su pasión columbina compartida con Delia, la hermanita menor, pasión que los lleva a convertir la casa en un concierto de alas, colores y melodías pajarinas. Y su frustrado experimento lúdico, pletórico de fantasía, con el que pretendía volar como las aves. 

La campiña sicaína, pródiga en verdor y policromía, sirvió de refugio a sus primeras experiencias eróticas con Rebeca. Las sementeras verdeantes y los boscajes rumorosos motivaron sus iniciales quehaceres chacareros. Esta campiña le ensenó a amar como poeta y como enamorado de la Naturaleza con el rural encanto las mañanas, la fascinación panteísta de los atardeceres y el profundo misterio de las noches. Este escenario campesino supo del embeleso de Antuco al contemplar a Rosalbina bañándose, cual diosa desnuda, en las termas de la Huerta.

Los barullos, las proezas y los infortunios de Katuchis: ya el niño retozón y bailarín, ya el mozalbete perdulario y pendenciero, quedaron para siempre en la resonancia citadina de las calles de Sicaya. Las travesuras en la iglesia con su primo Héctor, apodado Chumbeque, lanzando candebolas sobre las testas de las devotas y uniendo con aguja e hilo ponchos y polleras de la feligresía. El primer cigarro de su vida, fumando con Aníbal y Samuel, en el recreo escolar, y el consiguiente castigo, ordenado por Chiribiche, Director de la escuela, con la bajada de pantalones y el látigo sacramental. Al retornar de Huancayo, en sus primeras vacaciones, se entrega al juego bélico del huaracanácuy, peleando, con pétreos proyectiles, en las arduas refriegas entre umapinos y ulampinos. Ya en su adolescencia, las noches de serenatista ante las puertas insomnes de las damiselas, con Juan de Mata, eximio guitarrista, y las voces cantoras de Baldomero, Tarsicio, Crisóstomo, Hermógenes y Katuchis. Y su rivalidad con Juan Manuel por el amor de Rebeca que origina la fantasmagórica odisea de Katuchis en oníricas escenas muy próximas al realismo mágico de García Márquez, pero con alusiones clásicas y bíblicas. 

En páginas inolvidables, entre las más bellas de la novela, está la emotiva y conmovedora remembranza de dos personajes sicaínos: Enrique el sacristán, dipsómano impenitente, ingenioso coplista y discursante, castigador satírico de grandes y chicos, de ricos y pobres, hermano de infortunio de Mallhua Chihuaco, trovador indígena, en cuya casita de la ladera, frente a la campiña sicaína, solitario, sin hijos ni mujer, acompañándose con las melodías de su vieja mandolina cantaba con profunda emoción sus propias composiciones.

Juan de Mata había muerto a manos de Juan Manuel, hijo del Alcalde, famoso por su atavío de muchacho badulaque y sus proezas taurinas y amorosas. Este infausto acontecimiento determina una asonada popular contra las autoridades de Sicaya con el saldo trágico de muertos y heridos entre los amotinados. Alcalde y Gobernador, acompañados por sus adictos, viajan a Huancayo para informar al Prefecto, quien dispone el encarcelamiento de dichas autoridades. Entre tanto, Enrique el sacristán descubre el cadáver de Mallhua Chihuaco, ahorcado en su casucha de la ladera mientras en la ciudad corre la noticia de la inesperada muerte de “la cándida y sin par Cheleducha”, o Celedonia Aliaga, asesinada por Juan Manuel porque le había reclamado que reconociera al hijo que llevaba en sus entrañas.

Katuchis, reincorporado a sus estudios en Huancayo, e informado que Rebeca, su amor frustrado, había viajado a la ciudad de Lima, nostálgico y añórante deambula por los aledaños del cementerio huancaíno, sintiendo “las frías emociones que le producían la soledad de los campos, la tristeza de las tardes purpúreas, el silencio de los árboles taciturnos, las sombras fúnebres de la noche”.

Luis Alberto Sánchez afirma que el escritor hispanoamericano es “muy dado a hablar de sí a condición de no comprometer su verdadera intimidad”. Samaniego no confirma tal aserto, ya que las páginas de Lobos y no corderos, además de un verismo revelador de la idiosincrasia del habitante sicaíno y de las costumbres lugareñas, muestra, con lirismo sí, pero con sinceridad también, las intimidades de su infancia y su adolescencia. Su sinceridad se aproxima al confidencialismo de Ifigenia de Teresa de la Parra y al intimismo de Diario de Federico Amiel. En algunas páginas de la novela palpita un hálito de franciscanismo conjugado con la mística emoción de la naturaleza, recordándonos, en sus resonancias, aquella diamantina ternura del Juan Ramón Jiménez de Platero y Yo. Samaniego revive también, en la trama episódica de su reminiscencia autobiográfica, cosas, sucesos, personajes de su querida Sicaya con la devoción entre férvida y reflexiva con la que evoca su amada Yecla hispana el Azorín de Las confesiones de un pequeño filósofo. Las confidencias noveladas por Samaniego serían más sugestivas y poéticas si aparecieran mondadas de ciertas expresiones muy crudas y, en veces, coprolálicas, cuya presencia en la obra se explica por la actual moda de crear literatura, particularmente en la poesía y en la narrativa, usando recursos expresivos para “causar efectos no siempre logados ni siempre justificables”. Sin embargo, y felizmente, en esta moda –que pasará como toda moda- Samaniego está lejos de las exageraciones coprolálicas de los novelistas de ahora, tanto de acá como de allá. 

Siendo narración evocativa, en la novela se aprecia la afloración de recuerdos que discurren tanto en el relato de hechos como en la descripción de lugares, situaciones, personajes. En todo cuanto relata o describe fluye incoercible “la más pura y rica linfa poética”, pues en él, como en Garrido Malaver, el poeta avasalla al novelista, y esto no es defecto, sino tal vez, una virtud señera; y ya que gracias a ésta quedan en el libro fragmentos y aún páginas de antología por el lirismo que reverbera en la forma. Por ejemplo así narra aquel episodio de su época de serenatista:

“Mediante el lenguaje mágico de la guitarra, logré descubrir la verdadera significación de la vida: la poesía. Una atmósfera de ansiedad, ansiedad dulce, ansiedad mística, era la que envolvía todo mi ser. Parecía desligarme de mis ataduras carnales y sumergirme en el mar de lo infinito. Muchas veces me sorprendieron con lágrimas y me acusaron de sentimental y romanticoide. ¿Comprendían ellos el sentido profundo de la música? Yo creo que se quedaban en la superficie, en la cáscara, lejos del misterio, fuera del éxtasis que es el fin supremo del arte, mientras yo viajaba por florestas sagradas donde las cosas no eran simplemente cosas, sino alas invisibles, formas incorpóreas, seres iluminados, esencias ignotas”. (p. 102) 

 

Y más aún fluye la poesía cuando Samaniego describe, como ocurre en este paisaje que sirve de asidero a sus ensoñaciones de muchacho enamorado: 

 

“…La luz solar era una inundación de reverberaciones. Sombras azulencas en los falderíos de los cerros lejanos, árboles verdinegros difuminados en el terciopelo del horizonte. Algunas chácaras, al pie de las colinas o en las ondulaciones de la pampa extensa, rojas a causa de los recientes barbechos, semejaban grandes mantones incaicos. Pero lo predominante, a lo ancho y largo de la llanura, -una sugestión lacustre en medio de las montanas,- era el verde, oscuro y claro, un verde cuajado de láminas brillantes, de incrustaciones de turquesa y aguamarina, Los maizales parecían risueños muchachitos agitando sus brazos innumerables. Los trigales –finas pieles de leopardo- se estremecían al contacto del viento que los acariciaba. Alverjas, habas, quinuas, ocas y mashuas ofrecían al ojo sonador imitaciones de alfombras eclesiásticas. Era una naturaleza sonora: sonaban como juguetes de cristal los pajarillos volanderos, sonaban como cascabeles matrimonios de tortolillos, sonaban como bisagras los amarillos saltamontes, sonaban como fagots los toros aradores, sonaban como clarines los caballos. Todos los animales sonaban, desde el más pequeño al más grande… Y yo no sabía que cantor oír ni que cosas mirar. Me embelesaba escuchando el murmullo desacorde de las cosas. Toda la tierra cantaba risueña, estremecida, feliz…”(pp. 74-75). 

 

En nuestra literatura tenemos novelistas excelentes. Unos como Ciro Alegría, por la facundia y espontaneidad narrativa. Otros, como López Albujar, por la pericia en el manejo del hecho novelable. Otros, como José María Arguedas, por la intensidad dramática del universo narrado. Otros, como Mario Vargas Llosa, por el obsesivo y petinaz ensayo de técnicas del novelar. Frente a ellos, Antenor Samaniego se distingue por el domino elocutivo al servicio de la narración, pues revela seriedad, justeza, maestría en la elaboración sintáctica de la expresión literaria. Esta maestría, unida a un rico bagaje poético, da al lenguaje novelístico de Samaniego innegable señorío de arte narrativo, convirtiéndolo en paradigma emulable en esta época de tanto pedestrismo y aplebeyamiento de la lengua literaria. Este solo mérito, sin considerar los otros ya comentados, asegura a Samaniego en la novelística peruana contemporánea.

 

Fuente: GALLARRETA GONZALEZ, Julio: “El Perú en sus creadores Literarios”, Lima – Perú, 1989, Pág. 109.

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