Las aves, en especial las palomas, lo conmovían.

«Cómo me gustaban sus breves cuerpecillos emplumados. Una extraña dulzura me invadía cuando acariciaba, medroso, indeciso, sus morbosas redondeces y sus sedeñas suavidades», refiere cuando habla de cómo salía a buscarlas con su amigo Chumbeque por las chacras, saltando acequias, burlando portillos, sin perdonar eucaliptos o quinuales donde pudieran hacer sus nidos. «Si el macho o la hembrita salían volando para caer y arrastrarse debilitados por el ayuno de la incubación, nosotros felices por el hallazgo trepábamos hacia el nidar y alargábamos el cuello para persuadirnos si habían huevecillos o pichones. Si lo primero, ni los tocábamos, a fin de que el matrimonio prosiguiese con el trabajo de dar vida a los nuevos seres… porque, huevos tocados, huevos abandonados. Si lo segundo, calculábamos si ya habían superado la etapa del emplumamiento y sabiendo que podían vivir ya por cuenta de nuestras atenciones, los sacábamos cuidadosamente para llevarnos la preciosa carga a nuestras casas…»
«… No sé cómo fue que el chino Román, un muchachón medio imbécil, llegó a enterarse del grandísimo amor que yo profesaba a las palomas. Una tarde me trajo un par a la tienda en que yo atendía, y ahí mismito, sin entrar en ridículas discusiones por el precio, se las compré y las puse en mi jaula, no sin haberlas mirado larga y apasionadamente. ¡Qué cantarinas resultaron las pilluelas! Al día siguiente, vino otra vez el chino provocando mi entusiasmo con un par más. También se las compré, regateando un poco el valor. ¿Y el dinero? Ah, el dinero me lo procuraba yo separando (sustrayendo es la palabra) algunas pesetas de las ventas que hacía en el tenderete. … Pronto la jaula comenzó a hervir de palomas. Cuando mamá, que no tenía un pelo de tonta, me preguntaba de dónde habían salido tantas palomas, yo, aguzando mi imaginación mentirosa, le contestaba que una cayó de repente en el corral, que a la otra la chapé cuando cerró los ojos para prepararse a dormir y que a la otra, a la que está un poco lastimada, se la quité a un gato que pasaba por la calle. Invenciones circunstanfláuticas de chiquillo bobalicón. No sé si mamá se tragaba el cuento, Lo que sé es que, al ponerse también delante de la dichosa jaula, se le iluminaba el semblante y sus pupilas aleteaban fueguecillos de ternura…» (Págs. 51- 52 – 53)

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