Al ingresar a la pubertad, Antuco ya había sido tocado por el amor, sentido nacer en su pecho de niño un calorcito especial, primero por Valeria y luego, por Rebeca.

«…Debí yo, de acuerdo a la tradicional usanza de disfraces en la cuadrilla, vestir a lo chuto huamanguino… Era de verse mi entusiasmo. En menos de dos y dos son cuatro, terminaba mi merienda…La razón de mi entusiasmo era la linda parejita que me había tocado. Se llamaba Valeria…Para que entrambos se entablara la confianza más plena que se requería a fin que el faile tuviera el mejor de los éxitos, me hicieron saber que la chiquinduja era una primita mía. Y la tal primita –fui estudiándola de reojo- tenía sus cositas como para acaramelarse: cabellos nigérrimos recogidos en un par de trenzas, carita de marfil con levedades rosáceas en las mejillas, ojos negros como la noche y de un mirar muy dulce, una barbilla redonda con un gracioso hoyuelo en medio. Y desde, la primera noche, nos pusimos a ejercitar la danza, poniendo gran voluntad de nuestra parte. Luego de dos o tres ensayos, nos lucíamos como unos consumados artistas. Los circunstantes nos miraban boquiabiertos y, al término de las prácticas, nos felicitaban haciéndose lenguas para uno y otro. «Están a pedir de boca… para comérselos», comentaban. Al terminar las fiestas, Valeria retorna con sus padres a su pueblo natal, dejando a Antuco abatido, experimentando su primera pena de amor.
Al poco tiempo, Rebeca se cruza en su camino, una prima lejana que deja huellas profundas, que indirectamente lo conecta con la naturaleza, con su mundo de poeta. Fue en una mañana de aventura, cuando se encontraba en pos de la pesca de abejones entre los herbazales de un descampado, en que la vio aparecer de pronto, vestida con una pollerita roja, con el rostro embellecido por el sol del mediodía, llevando un sombrero de ancha cinta negra. .. Es así como la describe:
«Desde entonces, entró Rebeca en mi vida a regir los rumbos de mi pensamiento. Yo enloquecía por verla. Aduciendo cualquier pretexto, me escapaba de la casa y me iba a la de ella. Como Héctor y yo éramos los primos consentidos, tenía libre el acceso a los interiores de su casona. Enamorado hasta la punta de los cabellos, descuidé un tanto la amistad de mi estimado Chumbeque. Las hermanas – Rebeca era la menor- discurrían bullangueras y risueñas, por el patio y los corredores. A la hora de comer, a eso de las seis de la tarde, me invitaban a tomar sitio en la cocina. Rebeca, con sus manecitas rosadas y ligeramente ruboroso el semblante, me servía un plato de mote con habas, guisos de carnero, pataches sabrosísimos, mermeladas de oca, poctes de alverja y otros aderezos exquisitamente salpimentados. Yo, contentísimo, recibía, tarde a tarde mis raciones. Todo ebrio de dicha no me entregaba sino a contemplarla. Alta, más alta que yo que frisaba los trece años, se deslizaba por las penumbras de la casa como una imagen adorable. …
…No sé si fue por ella que aprendí a amar la naturaleza. Entre una melancolía inexplicable mezclada de dulzura, me daba a contemplar las cosas del cielo y de la tierra. Cuán bellas eran entonces las agonías crepusculares. Sentado en las paredes adyacentes a su morada, miraba yo – pequeño bobalicón- las cambiantes figuras de las nubes bermejas en el horizonte, el retorno de las avecillas errabundas, el voloteo de libélulas y mariposas sobre la floración morada de las papas, el bullicio pascual de las ovejas en los corrales, el regreso de los toros arcádicos salmodiando sus pesadumbres, el retozar de los becerrillos y el darse de pescozones de los burros callejeros. Cuando el campanario de la iglesita comarcana tocaba el ángelus, el mundo parecía disolverse en medio de un piélago de aguas santas. Llegaba el silencio y después la noche. Yo sentía cosas inexplicables. Se me abría el alma como un camino infinito. Invadido de unos deseos locos de llorar, me levantaba y me sumergía en las sombras, rumbo a la casa…
…Solíamos refugiar nuestro cándido idilio en las vastas soledades agrestes. Montados sobre uno de sus mansos pollinos, el Azulejo, íbamos, tarde a tarde, bien por choclos para hacer humitas, por por papas llullas (tiernas) para sancocharlas e ingerirlas con quesos frescos de Pilcomayo, bien por cogollitos de tréboles para alimento de las vacas, Jamás de los jamases me supe tan acomedido. ¡Qué agilidad la mía, extraordinaria, asombrosa!… Desafiando la ira de los perros, trepaba las paredes de los cercos y volvía, más rápido que luego, con fragantes manzanas en las manos o con nísperos dorados o abridores sabrosísimos que nosotros, al pie de los alisos y al borde de las acequias de aguas límpidas, con los rostros colorados de insolación y las pupilas ardientes de ansiedad, saboreábamos, melosos, cochinillos, radiantes de alegría. Aparte de estas y otras tonterías propias de la linda edad de Bobadilla, como la proporcionarle huiros de copiosos jugos o llevarle tunas de riquísimas pulpas, me entregaba entero, dueño y señor, a las rudas faenas: cerrar portillos, barbechar la tierra, cargar o descargar barriles de agua, cabalgar en pelo sobre chúcaros potrillos o trenzarme, a puñetazo limpio, con el más alzado de los peones. Estaba, os lo aseguro, decidido a buscar camorra al mismísimo diablo. Tanto vaina y… ¿por qué?… por sólo verle la granada sonrisa en el semblante y la luz de miel en los pícaros ojos de taruca. Y nuestros habituales juegos amorosos tenían por edén los maizales de hojas rumorosas, los quinuales salpicados de ocre y púrpura, las ocas y mashuales de facundas matas verdinegras. Encima, hacia las tres de la tarde, teníamos un sol espléndido, un cielo azul y profundo, unas nubes blancas como mármoles voladores. A veces llovía y entonces nos refugiábamos a la sombra de los magueyes, acurrucaditos como pájaros, sintiendo resbalar por nuestros rostros las hebras de la lluvia. ¡Valientes primos que éramos nosotros!… Hacia el crepúsculo, en el instante en que las cosas que nos rodeaban se revestían de un suave halo de tristeza, tornábamos del campo, pálidos, sombríos, enmudecidos, con la sensación de haber dejado el alma en medio de las hierbas o entre las carmíneas flores de los sunchos…»
Págs. 57.58

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