(A M. Arriola Grande)
Cada esperanza aniquilada, un dolor;
cada caída, una muerte;
la vida, descomposición perenne
y el pobre cuerpo lánguido, hecho lastre y harapo,
sanguinolento, miserable, se retuerce
gimiendo por los huesos,
jadeando proceloso por las llagas
tan graves, tan enormes…
Por las heridas que destilan
torrentes de dolor sobre las rocas,
entre las zarzas, más allá, donde es abrupto
todo sendero, donde se comienza
palidecer de una agonía horrorísima…
Pero aun la mente obstínase de una esperanza,
aun los ojos videntes se clavan a un miraje,
a un espejismo;
y aun tiene el alma hilos
de luz con qué tejer, como la araña, sueños
e iluminar la senda,
y, va dilacerándose más arriba, más alto,
donde la luz destaca su magnitud oceánica,
más arriba, donde la luz espera…
Y va el hombre, y el hombre se destroza
y no vuelve la cara al abismo que deja,
huya de sus pasados tal de un bosque de llamas,
no oye la voz que llama del difunto pasado,
deja tras de sus pies,
cadáveres de besos, congelación de risas
y abandonadas como catres rotos
palabras y palabras oxidadas.
Y va el hombre, va el hombre,
hinca sus uñas en las rocas, clava
sus dientes colmillosos en la tierra,
algo hay que se desliza por sus lívidos labios,
algo se quema en sus entrañas locas,
pero no retrocede, reta a la muerte, avanza,
y muerde si es posible…
¡pobre animal el hombre!
Va, trepa la montaña sombría de la muerte,
no se agota, se esfuerza; su dolor le fecunda;
escala, va jadeando su cansancio,
bebiéndose su llanto, lamiendo sus heridas.
Y aun se le aleja el cielo, se muere entre sus manos,
se derrite, se opaca, se quiebra entre sus dientes
y hay sombras.
La sombra forja una quietud tremenda,
y el hombre queda absorto,
sin palabras, sin labios,
sin ojos, sin cabeza…
¡Pobre animal el hombre!