(A Edmundo Ames Gómez)

La luz que se hariniza entra flotante
tras del beso nupcial de la mañana.
Huele el paisaje a yemas desfloradas
a senos, a vigor, a pura entrega.
Ha llovido.

Luego de estar soñando en fuego el campo
de deshojarse en costras de lamento,
de horadar con los dientes de la sed
en las profundas capas subterráneas
hoy despertóse conmovido, frágil,
con un sagrado amor dentro del vientre
y un divino entusiasmo en las moléculas.

Y, por las comisuras de los labios,
la oquedad calcinada de los ojos,
las grietas de sus llagas y sus dedos
le corre el agua suave como un pétalo
y hay religiosidad
en la actitud del campo que se apresta
a las bellas liturgias del florecimiento.
Ha llovido.

Cuánto himno virginal e inexpresable
aletea en la boca del aldeano
y hasta las aves tienen más amable
sus dialectos de cítara y de miel.

Un latido como de sangre verde
sube entre la multitud de poros
en rito al sol
y el sol penetra al valle remojado
como un novillo con los cuernos de oro.

¡Solemnidad! ¡Se transparenta el cielo!

En las barbas del viejo campesino
bebe el viento jazmines, y el cordero
indaga el horizonte con sus ojos
de religión y poesía.
Ha llovido.

Restauración de amor en el paisaje.
Primicias para el yugo y el arado.

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